viernes, 16 de julio de 2010

El matrimonio es historia


Nadamos en un mar de lágrimas, atravesamos la corriente cálida de este día de invierno helado abrazadas y abrazos al tronco de nuestros afectos, de quienes nos acompañan en el camino, capeando la marea y el mareo de comprobar una vez más que lo imposible sólo demora cuando es un río de gente que empuja. No puedo escribir nada original y no puedo abstenerme de poner en palabras lo que no se puede fijar en el papel porque se escapa por la tangente, porque se fuga en abrazos y en convulsiones de llanto enamorado. No puedo escaparme de la cursilería y tampoco quiero ¿o acaso los casamientos no se hicieron para habilitar el recreo en el patio del amor eterno? Que no existe. Es imposible. Pero lo imposible, ya lo dije, también tiene sus excepciones. Este texto, como la mayor parte de este suplemento, es urgente. Urgentes las ganas de que las emociones duren un rato más. Urgente la necesidad de compartir con las miles de personas que se conmueven, que llaman, que mandan mensajes, una especie de agradecimiento porque gracias a ellos y a ellos las familias que supimos conseguir no tuvieron que esperar a este reconocimiento legal para ser reconocidas por nuestros pares, nuestros prójimos, nuestras prójimas, para apropiarnos –ya que estamos–, de esa palabra tan evangélica ahora que la palabra evangélica se empuñó como lanza del odio. Urgente es, también, este orgullo que se expande por el pecho y estalla. Un orgullo diverso que tiñe las páginas que siguen, porque en definitiva también es para festejar que estas páginas existan como el soporte de todo lo que quisimos decir en esta semana en la que casi siempre terminamos abrazadas, abrazados. Orgullo de ser quienes somos. Orgullo de haber empujado el sentido común hasta desmadrarlo. Orgullo de haber puesto imágenes y palabras a nuestros amores, nuestros dolores, nuestras familias. Habrá que revisar ahora la agenda del día siguiente. Habrá que comprometerse con esa agenda con la misma pasión y decidirnos de una vez a llorar las amargas lágrimas de tanta muerte que nos precede en este camino y pende sobre las vidas y los proyectos de travestis, transgéneros, transexuales. Habrá que ponerle un nombre al homicidio de Andrea Pérez y habrá que hacer público y común ese duelo para poder decir basta de una vez. Porque ella, travesti, en situación de prostitución y trabajadora de la Cooperativa Nadia Echazú, murió encandilada por las falsas promesas del amor romántico de un chongo violento encorsetado en esos roles de género a los que ahora prentendemos quitarle su hegemonía. Esta ley de matrimonio igualitario pondrá su granito de arena o de arroz a través del lento desbaratarse de las instituciones tradicionales, a partir de los nuevos relatos familiares, a partir de que se empiece a enseñar en las escuelas que no hay opciones únicas ni para el binomio mamá y papá –ahora multiplicado en opciones múltiples– ni para lo que cada cual desea para sí mismo.

Anoche me dormí escuchando como entre sueños una propuesta de casamiento. Me desperté con la conciencia de que mi hijo menor también podrá tener mi apellido. Transito el día con las ganas infinitas de juntar tantos amigos y amigas como sea posible para brindar hasta marearnos porque este país será otro desde Ushuaia a La Quiaca. No voy a pedir disculpas por el desliz autobiográfico porque nuestras biografías son las que se exponen en las páginas que siguen. Porque con esa materia se asfaltó el camino que llegó a la resolución que hoy alumbra un país en el que vale la pena vivir aunque todavía falte tanto. Quedará en nuestra memoria el modo en que miramos a nuestros hijos la mañana siguiente. El modo en que ellos y ellas nos devolvieron la mirada como si supieran. Esta alegría que desborda y que fue acumulándose desde que, por ejemplo, los compañeros y las compañeras de este diario salieron a la calle el martes 13 a hacer ruido con lo que fuera para contrarrestar la avanzada fundamentalista. El modo en que un cumpleaños infantil en el que me tocó estar se lanzó a la calle de un barrio conservador a tocar cacerolas, matracas y sikus. Tengo ganas de agradecer, pero no debería, porque esto no fue para mí ni para nadie en particular. Fue por todos y por todas. Por la voluntad de cruzar la frontera hacia un cambio de era que todavía no se termina de dimensionar pero que ya se está dibujando en el horizonte. Amigos, amigas, queridxs todxs, preparen los pañuelos. Estamos nadando en un mar de lágrimas. Y son tan dulces estas lágrimas que no se puede hacer más que compartirlas. El matrimonio ya es historia, no solo porque esa instituciòn marca un antes y un después en el devenir del tiempor sino porque nunca volverá a ser lo que fue.

Marta Dillon

El día M

A nadie se le ocurrió que íbamos a llorar así. Nadie pensó en este estallido de alegría desmesurada, en este saltar con los otros, con los mil que a las cuatro y media de la madrugada nos apretamos hasta el final ante el Congreso para decir, como nunca antes: igualdad, igualdad, igualdad. Siempre la política guarda ese plus que se puede experimentar ante el triunfo final de una idea, de una sociedad, y de pronto, sin que nadie lo esperara, las viejas palabras vuelven a tener sentido. Las palabras tan manoseadas, tan gastadas por el uso que les han dado los traidores, se pueden repetir como una declaración de amor: ¡Igualdad! ¡Igualdad! ¡Igualdad! La emoción de la política, de una epifanía común, de un cambio histórico, nos tomó por asalto antenoche, en la plaza esa que cruzamos tantas veces antes, en la misma plaza donde bailamos tantas veces al terminar las marchas, durante todos estos años de soltería. El casamiento entre personas del mismo sexo es ley, y lloramos, juntos, porque un cambio así, sabemos, intuimos, sólo puede traer felicidad.

El miércoles, durante 16 horas, cuarenta mil personas se juntaron en la Plaza del Congreso para esperar la ley de matrimonio entre parejas del mismo sexo. El comienzo de la tarde, invernal y cruel, fue como un picnic fuera de época, en el que las familias con chicos se paseaban pura parsimonia comiendo garrapiñadas, los noviecitos de la mano como en paseo dominical de pueblo, las noviecitas a los arrumacos bajo ponchos y tapaditos, los chongos del Movimiento Evita a full con el parche del bombo, y Evita montonera mirándolo todo desde un cartelón, con el rostro del pelo al viento, en el corazón de un sol. La tarde fue apacible, pero se calentó, de a poco, con el ímpetu que da el montón. Las fotos tramposas de la media luz que salieron en los diarios habían mostrado el día anterior a una supuesta multitud naranja, convocada por la Iglesia y el peronismo de derecha, desgañitándose en rezos e insultos para frenar la votación de la ley en el Senado. Eran casi todos estudiantes de escuelas católicas chetas y un puñado de sindicalistas arreados en 16 micros de la CGT Azul y Blanca que lidera Luis Barrionuevo, y de los peones rurales, al mando del Momo Venegas.

El miércoles tampoco hubo mucho arreo que digamos. Menos micros, más gays, lesbianas, trans, y muchos amigos héteros llenaron la plaza a eso de las cinco. En un desafío televisivo y casi performático un grupo de cristianos ultras había copado la vereda de la avenida Entre Ríos, y colgado una bandera en las rejas del edificio: “Ni unión, ni adopción. Sólo varón-mujer”. Rezaban. Los activistas de las organizaciones glttb, los de la izquierda –que estuvo desde muy temprano con la clásica marea de banderas rojas– y los camarógrafos de la tele en busca de algo que mostrar, los rodearon, de a poco, cada vez más. “¡Iglesia! ¡Basura! ¡Vos sos la dictadura!”, les gritaba la multitud a los católicos. Uña señora de rulero ancho vuelto bucle marcaba el ritmo del rezo con un megáfono. Atrás, un morochón como salido del Angels sostenía una virgen blanca en las manos y le daba al Ave María como poseso. De fondo, largó un punchi punchi como de América, y el forcejeo de la policía para separar a los dos bandos provocaba uno que otro exabrupto. Con la disputa –hipertransmitida en vivo por los móviles en directo– hasta el frío exagerado se calmó. Un pibe de jean ajustado, campera corta y gorro de lana, se trepó como un mono a la reja y con una trincheta rasgó la bandera insultante y la hizo caer. Temerosa de que los huevazos que de tanto en tanto esquivaban los fachos se volvieran torrenciales, la policía los sacó del lugar en un operativo de abrazo sincronizado. Los condujo contra la pared del Congreso, hacia Rivadavia y más allá. Todos corrimos. Hasta que el tumulto se diluyó en Riobamba. La plaza era toda nuestra.

Al atardecer se dio esa mezcla que sólo el peronismo puede dar en estos tiempos: los piqueteros de la Aníbal Veron, los militantes del Peronismo transversal, mi nuevo amigo –el académico que les enseña doctrina justicialista a los delegados más jóvenes de la CGT–, junto a los modernos de raros peinados viejos, las trans pura sobriedad militante, las lesbianas de pantalón cargo y las de elegantes tapados de lana merino, el perfume del chori y el paty junto a los aromas importados que parecían haber sido vaciados en todos esos cuerpos, bellos, por cierto. ¡Cuánto chico lindo había en la plaza del amor! ¡Cuánto marido por metro cuadrado! Entre todos ellos busqué como un sabueso a los que sí se querían casar: tarea utópica. Una cosa es conseguir la ley, otra, muy distinta, incautos dispuestos a utilizarla. Ese ejercicio me llevó buena parte de la tarde, Cada tanto preguntaba, los tórtolos se miraban a los ojos, y decían cosas como: ¿vos qué decís? O, en una de ésas, el tiempo dirá. ¿Se lo habrán replanteado por la noche tarde, cuando al fin ganamos? ¿Habrá mucha demanda de síes en este mes para festejar? Quise sacarles el sí a mis amigos de toda la vida, que llevan 18 años juntos. Pero ese understanding que tienen, uno con dos novios más, el otro con ciento diez, no les funcionaria con esta ley monogámica. Pretenciosos, van por más: matrimonios múltiples, la nueva utopía.

Al atardecer, con esa luz que parece de estampitas de los Testigos de Jehová, el Barolo lucía a lo lejos como una postal marica, medio cursi, algo kitsch. Al pie del Congreso la fiesta se había encendido porque las bandas tocaban temas para bailar. Pasaron mi ahijado y sus papás, su hermanito, otro amigo más, todos bailando una de Bob Marley, y los niños en los hombros, para ver la multitud. Momento glorioso. Toda la plaza, desde el monumento, hacia las rejas recuperadas, llena. Los ambulantes, a pleno. El rey: un chico hermoso que ofrecía comida hindú: chapati vegetariano, decía en caligrafía infantil. A las 19.20, ese mujerón que es María Rachid apareció en el escenario del Inadi para anunciar una buena noticia que dejó el aire festivo hasta la madrugada: “Sabemos que el conteo de votos va bien, estamos dos votos arriba”. Los gritos de la multitud, ya dispuesta a permanecer, estallaron. Entonces Norma, la esposa de Cachita, alentó a la leonera: “Les cuento que la luna de miel tardó treinta años pero llegó”, dijo, y la masa le devolvió con besos. “Arriba la igualdad jurídica!”, bramó.

A los discursos los siguieron Francisco Bochatón y, más tarde, en un recital de lujo, con todo y banda, y con Liniers, Kevin Johansen produjo mareas de cadencia latina hasta que regaló su “Guacamole” para cerrar. A esa altura, en mi búsqueda del amor matrimonial, había dado con dos casos testigos de felicidad: el de Ignacio Porras y su novio Enrique Podasa, los dos de 23, uno estudiante de nutrición, el otro de biología, en Mar del Plata; y el de Natalia Zelechowski, de 34, y su novia Cristina Fernández –sí, señores, aquí no hay invención–, de 35. Los chicos se conocen hace tres años, casi viven juntos, y son de la generación cuyos padres se sueñan abuelos de sus hijos, los que piensan tener después de casarse, pronto. Cristina, la homónima de la Presidenta –aclaremos que para nada K– está además embarazada de cinco meses y luce una panza a la que el saco no llega a abarcar. Viven en Quilmes. Cristina trabaja en una fábrica de Berazategui. Natalia en el estudio contable del padre. El miércoles al despedirse les dijo a sus compañeras de trabajo: “Si sale la ley, prepárense para el casorio”. Por la noche ninguna de las dos estaba muy convencida, desconfiaban de la votación sólo por desconfianza hacia los políticos. Ahora Natalia podrá ser legalmente la madre de Francisca, que nacerá en primavera. Y luego, la del próximo bebé, que gestará ella, a su turno. Y se heredarán. Y se podrán dar la una a la otra los beneficios de pensión. Y se casarán pronto, con fiesta familiar.

Si hubo una pequeña patria geletetebé durante la noche y la madrugada, ésa fue el bar Plaza del Carmen, en la esquina de Rivadavia y Callao. Me hizo acordar al clima que se vivía en algunos antros de Madrid durante la república, o en los tramos menos cruentos de la Guerra Civil Española: al menos a lo que describe David Leavit en ese novelón que es Mientras Inglaterra duerme. A lo largo de la noche las mesas se armaron y desarmaron una y otra vez, y los encuentros de afuera se hacían más íntimos adentro, entre el abrazo, el chiste, la anécdota y el comentario de salón. Saloneras de gran ocasión, todos y todas seguíamos la data del último instante con júbilo y ardor. Y aplaudíamos convencidos a algunos de los estelares líderes que llevaron adelante la pelea por la ley: se los ganó el presidente del Inadi, el gay que primero se casó, la pareja de Norma y Cachita, el diputado Daniel Filmus –chongo maduro icónico para la platea gay–, y, al final, en una especie de homenaje previo al triunfo, la Rachid. La rubia de cara de porcelana entró al café por la puerta de Rivadavia, y giró por todo el salón, hasta dar la vuelta completa, olímpica. Al final del tour, bañada por el aplauso general, llegó a nuestra mesa, donde además estaba César Cigliutti, el presidente de la CHA, para darnos información. “Ya están por votar, aguanten, no se vayan –dijo la Rachid–. Estamos dos votos arriba.”

La tía Silvia Delfino –merecía un aplauso similar– tomó su abrigo y a sus talentos cercanos para volver a la calle, donde siempre suele estar. Cruzamos todos y todas la avenida, y nos mezclamos otra vez con los valientes de la plaza. La carpa de la CHA era el único lugar con calor. Por la ventana de plástico transparente se veía en una imagen borrosa el abrazo de dos chicos, pegados, juntos, a la espera de la votación. Pichetto le sacaba brillo al piso con la derrota de los conservadores en un discurso memorable interrumpido por la neurosis teñida y fucsia de la senadora Negre. “Y llora, y llora, y llora Negre, llora”, gritamos. Pampuro dijo algo que nadie entendió. Se venía el estallido. Primero la votación por el rechazo. Votar que no para decir que sí. Y luego la votación final. El 33 a 27 con más ventaja de la imaginable, increíble, real, real. El abrazo colectivo, el beso profundo, el salto, el gritito de alegría incontenible, esa exacerbación de lo físico que produce la emoción, ese dejarse ser del cuerpo habitado por algo superior, la certeza de que no estamos solos, que jamás lo estuvimos. Delfino lo gritó como pudo, como supo: “¡Mi país! ¡Mi país!”. Y otra vez lloré.

Cristian Alarcón

La calle y la palabra

La calle exige la gimnasia de la tolerancia frente a ese infierno que son Los Otros. Si no hay erotismo o feliz curiosidad en las miradas que se cruzan o se esquivan, será entonces necesario contar hasta diez cuando el horizonte se puebla de imbéciles o malparidos. Difícil imaginar el saludo de la paz mientras duran los abrumadores monólogos de taxistas asaltados por pensamientos existenciales, cuya formulación exacta o su solución encuentran fundamento en el comentarista paleolítico de la radio.

En el vórtice de grandes acontecimientos, como es el debate parlamentario por el matrimonio igualitario, la calle nos ha puesto todos los días a prueba, incluso a quienes caminamos un poco en posición de perfil egipcio. Titulares estratégicos de diarios, portadas éticamente encendidas, panfletos arrojados a la vereda, afiches donde los colores revelan tanto como las palabras. Del arcoiris al naranja, las insignias pueden ya prescindir de explicaciones. Este papelito es de los maricones, éste de los curas. El Vecino Naturalmente Indignado, para quien el uso de la palabra es un derecho suministrado por la usina del sentido común, entiende ahora que las uniones entre los raros pueden tener su reconocimiento jurídico sin que a él le cueste un peso, y que esa cierta repugnancia que le despiertan sus maneras y sus amores no tiene por qué estar también rubricada por el Estado. Algo de reciclado espiritual se ha conseguido en la Gran Aldea, a fuerza de militancia Gltbi y de cosmopolitismo mediático, y pocos pueden ya fingir ingenuidad ante el término homofobia.

No obstante, ay, para el Vecino Naturalmente Indignado, el tema de la adopción afea un debate que debería quedar inscripto en la minuta más o menos banal de las elecciones afectivas perversas entre dos-adultos-que-por-suerte-no-somos-nosotros. Allá ellos los homosexuales con sus gustos, pero con los niños no. Y aquel morochito sucio, que un rato antes le había tratado de meter sin suerte la estampita de San Roque entre los dedos, adquiere ahora el carácter de Sujeto Sagrado que debe tener un papá y una mamá, pero como único derecho humano. “Pero entonces que también críe a un pibe una pareja de simios, total, si todo da lo mismo... Además, qué tanto hablan los homosexuales de los chicos de la calle, si seguro van a querer adoptar rubiecitos y de ojos celestes”: el taxista ha meditado el tema con las herramientas de la tradición oral; los gays somos gente fina que transitamos entre la ópera y los perfumes de free-shop, y a otro con el cuento de que vamos a aceptar decorar un cuarto infantil para caripelas del altiplano. O vaya a saberse si el comentario tenía como objeto describir un gusto estético que devendría en gusto sexual. Así son de morbosos los normales en sus ensoñaciones, como lo fue en su mesa, esta semana, la señora Mirta Legrand inquiriendo a Roberto Piazza sobre posibles violaciones infantiles. El estereotipo del gay blanco, de clase media, concupiscente, vence cualquier evidencia que pueda uno presentar como descargo. Y ni hablar cuando al estereotipo se le suma la acusación de representar apenas una sexualidad “a la moda”, como si el gusto por la pija pudiera tener su correlato en la última camisa que ofrece en su vidriera el local de Tascani. Las argumentaciones dentro del taxi fachistón ingresan entonces al escenario del ridículo, y no vale la pena gastar más pólvora en chimangos. Por eso, la ventanilla vuelve a ser el único interlocutor posible.

El martes pasado, el Vecino Naturalmente Indignado robó cámara con su bronca difusa y mimética en la Plaza del Congreso: la inseguridad también es meter ideas raras sobre la feliz familia tradicional ideal, ese paraíso alacrán perdido desde siempre. Somos para ellos ladrones de un botín histórico, los niños conceptuales. Habrá que entregárselos, todo por culpa del Gobierno. No hay argumento que no se crea sabio y popular en boca de los apasionados manifestantes antimatrimonio igualitario, concentraciones paranoicas sobre clausuras del linaje humano, complots del sionismo kirchnerista montonero, reversión del orden natural, por el cual “el chico en el colegio tendrá que explicar que su papá tiene un pilín, y su mamá tiene también pilín”, el morbo jocoso fijo en la entrepierna. Tradición, Familia y Pilín. Un obispo académico habla de kulturkampf, lucha cultural, donde nosotros, los raros, pasamos a ser instrumento del destructor de las cosas, que es siempre el materialismo histórico.

¿Cómo tomar la palabra en una ciudad donde el Vecino Naturalmente Indignado se atribuye el poder de decirlo todo antes de que uno pueda siquiera abrir la boca, porque cuando él habla, cree que habla la comunidad entera? Como el extranjero del libro de Julia Kristeva, nos quedamos con la rabia oprimida en el fondo de la garganta, callados aunque sea a medias. Nuestra opinión minoritaria o es muy poca o es demasiada, y por incomprensible o mal comprendida siempre resulta una insolencia.

En una entrevista en C5N, Elisa Carrió se lamentó de que “la comunidad” (en estos días pareciera que los únicos seres que merecemos esa nominación somos los gays, las lesbianas y las trans) se obcecase con el matrimonio igualitario en lugar de agradecer la oferta de derechos en liquidación por parte del Senado, algunos tan bonitos como los que otorga el matrimonio: “Dicen que prefieren pelear por la palabra, aunque tengan que perder por eso los derechos”, aseguró, y con la mentira la Sibila del Impenetrable no se puso más naranja que de costumbre.

El 14 de julio, sin embargo, los gays, las lesbianas, las trans, tomamos la palabra, y nos quedamos afónicos de tanto festejo. Tomamos la palabra, y con ella todos sus derechos, incluido el derecho a no querer casarnos. Con la palabra, tomamos también la calle y corrimos alrededor del Obelisco, porque dejamos de ser, al menos dejamos de sentirnos, el extranjero silencioso de Kristeva. Quién sabe, las amargas lágrimas de la senadora Negre de Alonso en la derrota acreditaban que la Argentina se hacía por fin extranjera para sí misma, junto con nosotros. Miren, si no, cómo la hegemonía sexual se ha quedado sin lengua y sin sello. La marea naranja católica del día anterior en la Plaza del Congreso, donde vociferaba el Vecino Naturalmente Indignado contra el matrimonio igualitario, en nombre de esos niños conceptuales sometidos a la tiranía de los famosos dos pilines, tuvo que resignar el uso exclusivo de los nombres, que ya no serán para ellos lo mismo. Estarán ahora perdidos en el laberinto del lenguaje, como estuvimos perdidos nosotros, y tendrán que aprender que el universo ya no les pertenece.

Va finalmente mi recuerdo hacia el adolescente conchetón de remera naranja, sonrisa beata y crueldad bien administrada, que una tarde de éstas, en la 9 de Julio, me ofreció un volante lleno de esa cantinela de un papá, una mamá y un orden natural. El chico parecía aupado en una paz inconmovible, como quien camina por encima de la farsa de un mundo que, no obstante, sabe que los suyos mantienen bajo custodia. Yo iba a discutirle, pero me di cuenta de que sería inútil, porque él era subsidiario de la razón suficiente. Lo miré con la misma tranquilidad con la que me hacía el convite de la propaganda, y le dije “metétela en el culo, así los dos quedamos en paz”. Después me dio un poco de pena, verlo tan necio. El angelito de la remera naranja, pobre, estaba luchando contra el Angel de la Historia.

Alejandro Modarelli

Informe para una academia: Congreso de Formas de Vida

No voy a decir, como muchos de los integrantes de la Cámara alta aclararon, que yo tengo un amigo homosexual. Tampoco, como solía decirse hasta hace unos años, que tengo un amigo judío. Diré algo más radical: yo tengo un amigo fascista.

Este amigo, naturalmente, negará su fascismo diciendo que es anarquista y que su rabiosa oposición al matrimonio universal se basa en una repugnancia total y definitiva a cualquier forma de estatización de las relaciones humanas. Esa forma radical de pensamiento (que en momentos de excesos alcohólicos cualquiera podría suscribir) es lo que en filosofía política se reconoce como anarcocapitalismo, una de las máscaras que el fascismo tiene, con su desprecio a la juridicidad, las instituciones, las burocracias parlamentarias y todo lo que no tenga que ver con el decisionismo.

Según su criterio, habría que prohibir totalmente el matrimonio, y no ampliar su alcance. No discuto con él (¿quién puede o quiere discutir con un fascista?), pero sé que se equivoca en varios puntos, pero sobre todo en uno: el nivel de análisis.

Cualquiera puede poner a trabajar las hipótesis de Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado y declarar que allí está el Mal. Claude Lévi-Strauss se dejó llevar por la misma ilusión metodológica y en un texto memorable, la “Lección de escritura”, incluido en Tristes trópicos, declaró que escribir volvía a las personas esclavas de la Ley y las sometía a un ritual de poder. La historia de la escritura, en su perspectiva, coincide con la historia de la dominación.

Por supuesto, Lévi-Strauss tiene razón en un nivel de análisis, pero en otro no. En países como la Argentina, con índices endémicos de analfabetismo, una hipótesis así carece de todo fundamento liberador. Sólo desde la “grandeur de la France”, con su probada eficacia escolar, podría sostenerse una versión tan pesimista de la alfabetización.

Con el matrimonio universal pasa lo mismo: podemos señalar las miserias del “instituto matrimonial”, pero sólo a partir de su universalización, es decir, de la transformación de un privilegio en derecho. Ya podremos reírnos de la épica pequeñoburguesa de las locas y tortas casamenteras (como del voto obligatorio), pero lo primero es la causa de los universales (y después, su crítica).

Todo esto como introducción al comentario crítico del debate senatorial a propósito de la ley universal de matrimonio, que duró mil horas y que, como todo congreso académico, abundó en estupideces y poquísimos memorables momentos de claridad y brillantez.

Además, como lo que se debatía era la regulación legal de una forma de vida (porque las formas de vida, correlativas de actos de discurso, son instituciones propiamente jurídicas), los senadores y senadoras se entregaron a un rápido repaso de la historia de la sexualidad, las etimologías, los sistemas de parentesco, la institución griega de la pederastia, los chamanes y su relación dinástica con los hombres-mujeres, la determinación de la economía sobre la cultura, la psicología y los procesos de identificación, las relaciones entre cuerpo y género, en fin: un congreso de ciencias sociales o, más precisamente, sobre formas-de-vida, es decir: sobre la guerra civil que las define y las constituye (supongo que muchos académicos, becarios y estudiantes habrán estado en estos días redactando los discursos senatoriales, porque ya sabemos cuán brutos son nuestros políticos como para poder suponer que, de pronto, aparezcan citando a Gide, el Retrato de Dorian Gray, Virginia Woolf, Sor Juana Inés de la Cruz, Juana de Arco (que de psicótica belicosa pasó a ser torta asesina, en una apresurada operación de interpretación cultural) o Habermas, y estableciendo deliciosas diferencias entre el pater y el genitor.

Las posiciones eran, por cierto, dos (dejo de lado las abstenciones, que fueron pocas y cobardes): a favor del matrimonio universal y en contra. El debate, como era bizantino (porque el matrimonio entre personas del mismo sexo ya existe, porque las familias homoparentales ya existen, porque el mundo ya es el mundo), abundó en delicias retóricas.

Los argumentos de quienes estaban en contra eran de una estupidez y de una ignorancia que no merece comentario alguno. Baste señalar el modo en que el odio se filtraba en las hipócritas posiciones que partían del reconocimiento de la aceptación de la homosexualidad como realidad (“yo tengo amigos homosexuales” o incluso, como se animó a decir la siempre perfecta Hilda de Duhalde, “familiares homosexuales”) y la insoportable cantinela: “Yo no discrimino”, como si la discriminación fuera un verbo que pudiera declinarse en primera persona. No, señores y señoras de derecha: “discriminar” (como “asesinar”) es un verbo defectivo y sólo se conjuga en segunda o tercera persona: usted discrimina, ellos discriminan. Y el que es capaz de pronunciar un juicio semejante nunca es uno, sino el objeto de discriminación. “Yo no discrimino, pero ustedes son distintos”, ellos decían.

La siniestra informante señora Negre de Alonso no cesó de aclarar que ella no discriminaba, aun cuando se escandalizaba ante la mera hipótesis de tener que enseñarles a los niños, ahora, que además de hombre y mujer (“como se nace”), la sexualidad es construida y hay homosexuales, bisexuales y trans. Y defendió a los objetores de conciencia (tuvo que contestarle Norma Morandini). Señora Negre, usted se tiñe el pelo y es probable que el agua oxigenada haya destruido su masa encefálica: nada tiene que ver una ley de matrimonio universal como la que se discutía con la educación sobre determinadas variedades de lo viviente, lo que usted piense sobre lo normal y lo desviado no les importa ni a las Carmelitas que se cartean con Bergoglio, y a ninguno de nosotros nos interesa que tal o cual portero tribunalicio quiera o no casarnos. Para eso hay muchos empleados en el Estado.

Muchos de los objetores del proyecto con media sanción en Diputados (luego de insistir en su respeto a los derechos de las minorías sexuales) seguían machacando con los fundamentos “naturales” de la familia (como si a uno pudiera importarle el modo en que las cucarachas, las hormigas o las garrapatas viven para decidir su forma de vida). Las más lamentables eran una senadoras de provincia (yo soy provinciano y odio a los porteños, de modo que puedo pronunciar sin mala conciencia un juicio semejante), medio empastilladas y temerosas del juicio de Dios.

El más sólido de los representantes de la derecha fue Luis Naidenoff, de la UCR. Esgrimió argumentos leguleyos con gran solvencia que, si uno fuera idiota, habría aceptado sin dudar. Y la más astuta, la ya citada Chiche, que dijo el único argumento que podría haber frenado la iniciativa parlamentaria: el tema no es prioritario en un país donde hay miseria, hambre y los jubilados no cobran el 82% móvil.

Como la derecha, además de vil, es torpe, hizo caso omiso de tal argumento y se lanzó locamente a discutir lo natural, lo cultural, la infancia, la moral, la ética, las relaciones entre formas de vida y actos (jurídicos) de discurso, en fin: los temas de la filosofía más actual y más italiana, pero sin mayores respaldos argumentativos. Ahora, que se jodan.

Muchos repitieron argumentos eclesiásticos: los homosexuales tienen más de quinientas parejas. Es como si dijeran: “¿Pero cómo? ¿Además de coger mucho, quieren casarse?”. Y sí, señores, disentimos del heterosexismo por aburrimiento, y volvemos al instituto familiar por agotamiento. Ustedes, además de coger mal y poco, son malos padres. ¿Vieron qué paradoja?

Un médico neuquino, que se oponía al matrimonio universal, dijo o insinuó que ya hemos avanzado bastante, y que como ya nadie apedrea a los homosexuales (en fin, digamos), deberían contentarse con eso.

Una señora inverosímil se alarmaba porque, de acuerdo con el proyecto de ley, los hombres podrían pedir licencia por maternidad. Y otra, que a todas luces hacía mucho tiempo no le veía la cara a Dios, levantó su dedo admonitorio alertándonos de que la Argentina será proveedora de niños para los países donde hay parejas homosexuales reconocidas por la ley. Y otra, con voz de pito, denunció que se violaron los fueros porque dos senadoras fueron puestas en el avión presidencial, “como antes se encarcelaba a los disidentes”. Y agregó, perdida en unas nubes de Ubeda: “Yo tengo mucho proyecto de aborto” (ella misma parecía uno).

Entre los que estuvieron a favor de la ley se destacaron el insoportable Daniel Filmus, el cordobés Juez (genial: una precisa y deliciosa combinación de humorista, sabio de vereda y filósofo cínico), la chaqueña Corregido, calma y brillante al mismo tiempo, Blanca Osuna, Samuel Cabanchik, Oscar Castillo (que hizo una historia del amor deliciosa y puntuada de ironía, con menciones a las manducaciones por las que Julio César fue tan querido entre su tropa, y a la amistad mítica de Aquiles y Patroclo). Giustiniani, del Frente Cívico, citó a Jürgen Habermas. Pichetto, como siempre, bruto como un arado, desagradable y molesto.

Pero más allá de los retazos de ciencias sociales, hubo mucho clasicismo, mucha cosa griega y romana, y mucho humanismo. Fue como un Renacimiento por TV (que conste: TN transmitió los discursos casi sin interrupción y cortaba los discursos más salvajemente reaccionarios; Canal 7 no puso casi nada al aire).

María Eugenia Estenssoro, de la Coalición Cívica, finísima como siempre, señaló que las mujeres pueden identificarse “con esta situación (discriminatoria) que venimos a resolver”. Confesó que le gusta decir que “soy casada, divorciada, madre soltera y concubina”, y que eso demuestra la evolución de la familia. Sobre el proyecto alternativo de unión civil señaló que es “súper-precario, lamentable, escandaloso”, y lo probó sobradamente. Habló de sistemas de parentesco y destacó que los homosexuales quieren “relaciones sanas, dignas, dignificadas”. Y tiene razón. Puede quedarse tranquila la derecha: de estas uniones que el Senado ajustadamente ha garantizado no sale un niño puto ni una niña torta ni por casualidad. Esperemos que la Iglesia y la Televisión, que tanto han hecho por la proliferación del goce, sigan proveyendo.

Daniel Link

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