sábado, 14 de febrero de 2009

Flechazos


Lea el título dejando que el suspiro enamorado se escape de su boca. O diga ay, así como si se escapara sangre por la herida de un amor perdido. Ay, amor; con la cansada complicidad que dan los años compartidos. Ay, con la añoranza de lo que todavía no se ha conocido. Ay, amor, con el miedo que da la certeza de que todo pero todo puede ser arrasado por su potencia. Lea el título como quiera o como pueda, pero sobre todo lea las historias que siguen. Y si se escapa un lagrimón, que sea en honor de San Valentín.

Quien busca, encuentra

A pesar de que la única luz en la sala era el resplandor de la película sobre las butacas vacías, y de que el avance furtivo de uno sobre el otro los terminó arrastrando al cubículo de un baño en donde ni por un segundo repararon en las frases que otros habían escrito en la madera cuarteada junto a números telefónicos y nombres propios que no eran sino excitadas contraseñas; a pesar de que no se habían dicho sus nombres y de que algo de la urgencia que en lo oscuro entrelazaba genitales los había acompañado a ese lugar en donde un tubo fluorescente que funcionaba mal les permitía ahora mirarse a los ojos y saber que se gustaban, uno le dijo al otro: “Yo vengo acá a buscar el amor de mi vida”.

Entonces Claudio, que estaba casado y que vivía en Santa Fe, y que había venido a Buenos Aires a un congreso de ginecología, tragó saliva, cerró los ojos y recibió de Aldo su primer beso. Pero no el primer beso que esos dos muchachos se daban esa noche en esa fortaleza en que circunstancialmente se había convertido ese cubículo de un baño cuya sordidez no escapaba a las generales de la ley de cualquier cine porno, sino el primer beso que él le daba a un hombre. A un hombre que un segundo antes había tenido la enternecedora desfachatez de hablarle de amor en un lugar como ése. “Me pareció raro, me causó gracia, pero no le hice ningún comentario. Y también fue raro que lo dejara besarme. Si bien no era la primera vez que iba a un cine porno, ya que hacía más de un año que había empezado a sentir deseos hacia el mismo sexo, aunque siempre que me querían dar un beso les corría la cara. Es más, ni siquiera hablaba en esos lugares. Para mí todo era muy fugaz, muy impersonal, y lo único que hacía era ver, a veces tocar, pero no terminaba de sentirme parte de esa sexualidad porque creía que, en mi caso, era algo pasajero. De hecho, cuando me casé yo no fantaseaba con hombres. Con mi mujer estuvimos cinco años casados y durante los primeros tres yo estaba completamente seguro de lo que sentía. Hasta que lo conocí a Aldo y ahí fue que cambió todo.”

Los dos revuelven el café que se han servido en la mesa del living, casi el único mobiliario del departamento al que acaban de mudarse en el barrio de Caballito. Y cuando Claudio cuenta que aquella noche de mayo de 2006, cuando salieron del cine, fueron a un hotel a hacer lo que no habían hecho en ese baño, Aldo salta y lo corrige: “A un telo fuimos. Llamemos a las cosas por su nombre”. Antes, Claudio había iniciado el relato diciendo que había sido “en un lugar gay” donde se habían conocido. “¿Un lugar gay? ¿Pero qué tipo de lugar? ¿Una discoteca?” “Un lugar gay...”, repite, ante una pregunta que no se sospecha indiscreta pero que su rictus de incomodidad así la pone en evidencia. Pero Aldo, que parece más desprejuiciado, y que en un momento dado trae de la habitación una carpeta que en realidad es un álbum de recuerdos en el que han ido juntando papelitos escritos en bares, entradas de cine, pasajes de ómnibus y hasta el envoltorio de un preservativo, no tarda en despejar el pudoroso eufemismo. “Encontrar el amor en un cine porno es muy significativo. Cuando me crucé con Claudio, antes de que se planteara la situación de tener sexo express, como se acostumbra en ese tipo de lugares, le dije: ‘No, pará. No vayamos tan rápido’. Entonces salimos y caminamos un montón, desde Suipacha y Corrientes hasta Combate de los Pozos y México, donde quedaba el telo. Un trecho en el que tuvimos tiempo hasta de arrepentirnos.”

Era la noche de un lunes, y una cena en una pizzería fue lo que le siguió a un encuentro sexual que para los dos fue por demás apasionado. Y acaso por los nervios que aún no se habían disipado del todo y por los recelos obvios de hombre casado, Claudio le había dado a Aldo un celular que no era el suyo y hasta le había dicho que se llamaba Lisandro. Habían quedado en encontrarse dos días después a la salida de un teatro, a una hora determinada, y la confiada certidumbre de que Aldo iría comenzó a desvanecerse cuando ya habían pasado dos horas y Claudio todavía lo seguía esperando. “Durante todo el día yo había tratado de contactarlo para decirle que no iba a poder ir, pero me saltaba que el número no correspondía a un abonado en servicio. Entonces nunca le pude avisar, no fui y nunca nos encontramos. Y para colmo de males él tampoco tenía mi teléfono, porque circunstancialmente yo estaba sin celular. Después de todo, él era un tipo casado y vivía en Santa Fe, ¿qué ilusiones me iba a hacer yo con un hombre casado?”

Al término del congreso, Claudio volvió a Santa Fe, deprimido por no saber qué hacer para contactar a Aldo. Y fue tal el impacto que éste le había producido, que a partir de allí decidió dejar de tener relaciones con su mujer justificando su bajón con cuestiones laborales. “Sabía que se llamaba Aldo Fernández y que vivía en Valentín Alsina. Y si bien antes de irme de Buenos Aires busqué y rebusqué en la guía telefónica y llamé a varios de los ochenta mil Fernández que figuraban, me fui sin saber nada de él y totalmente deprimido. Me había hecho mucha ilusión de volver a verlo, y ese fin de semana me lo pasé maquinando cómo hacer para encontrarlo. Y ahí fue que se me ocurrió la idea de contratar un detective.”

Con los pocos datos que tenía (estaba al tanto, además, de que Aldo trabajaba en una editorial en la calle Florida y que estudiaba comunicación social en la UBA), Claudio llamó a una agencia de investigación privada creyendo jugarse así una última carta. “Pero mirá que estos datos son poco concretos... Fernández hay miles”, dice que le dijo el detective, quien para su enorme sorpresa lo llamó una semana después para informarle que creía haber localizado al susodicho. “Cuando me llamó, estaba medio dormido y no me acordaba quién era”, comenta Aldo. “Hola, ¿Aldo? Soy Lisandro.” “¿Quién?” “Lisandro...” “Perdoname, pero no me doy cuenta quién sos...” “Ah, bueno, si no te acordás, no importa. Lo dejamos así, no hay problema.” “¡No, pará! Estaba dormido. Dejame pensar un poco.” Entonces se acordó y le sobrevino el susto. “No entendía cómo había conseguido mi teléfono y pensé que podía ser un loco. Me empecé a preguntar qué querría conmigo y me imaginé un montón de cosas. Para colmo era la época de lo secuestros. Le pregunté cómo había conseguido mi número y al principio no me quería decir, pero cuando me dijo que había contratado un detective me pareció re tierno. Eso no quitó que yo tuviera mis reparos ante su insistencia de volver a vernos. De hecho, cuando vino a Buenos Aires, todos mis amigos me decían: ‘¡No vayas, no vayas! Está enfermo’.”

La noche en que se volvieron a ver Aldo cuenta que Claudio estaba muy lindo, vestido con un saco sport y una bufanda de colores. Y que después de cenar fueron al mismo telo de la primera vez, y que esa fue la primera vez en que un hombre se aventuró adentro suyo. “La relación ahí comenzó a ser formal, y yo a los quince días viajé a Santa Fe. Claudio se separó en septiembre de su mujer y para entonces ya estábamos enamorados. El 18 de junio van a ser tres años que estamos juntos... Qué rápido que pasa el tiempo, ¿no? Si hasta parece mentira.”

De los pies a la cabeza

“Las chicas trans siempre nos creemos poco merecedoras del amor genuino. Nos sentimos más un pedazo de carne deseado que merecedoras del amor”, dice Ariana Cano mientras Tomás, su pareja desde hace siete años, le hace mimos a un perrito retacón que va y viene por debajo de la mesa y que ella insiste en identificar como su hijo. En su casa del barrio de Villa Crespo, Ariana, que es conductora de radio, acaba de terminar la transmisión de un programa que sale una vez por semana en una radio de Uruguay, y cigarrillo en mano se dispone a repasar su historia de amor no sin antes desplegar sobre la mesa su álbum de fotografías. “Con Tomás nos conocimos un 29 de diciembre de 2001. Yo había estado tres años en la India, donde experimenté una transformación de vida muy fuerte, y al poco tiempo de mi vuelta a Buenos Aires mi papá murió de cáncer. Entonces con mi vieja decidimos ir a pasar año nuevo a Brasil, para tomar un poco de distancia, y no va que cuando estamos en Retiro y me dispongo a subir al ómnibus nos topamos en la puerta. El se corre y yo me corro, y otra vez los dos lo mismo. Hasta que le digo: ‘Bueno, nene, decidite’, y ahí recién me cede el paso. En la frontera, él escucha que yo hablaba portugués y me pide que lo ayude a cambiar dinero. Hicimos el cambio, empezamos a charlar y ahí te diría que comenzó todo. Fueron veinte días de vacaciones en los que compartimos un montón de cosas. Y si bien a mí mamá al principio Tomás no le gustaba y yo insistía en que no era otra cosa que un amor de verano, me terminé quedando con él seis meses en Brasil, mezcla de vacaciones, trabajo y luna de miel adelantada.”

Tomás, que es peluquero, cuenta que antes de conocerla a Ariana venía de tener sólo historias heterosexuales. “Imaginate: familia paraguaya, súper machista. Yo mismo era un mataputos, de esos que dicen que a los putos hay que ponerlos todos en la isla Maciel y prenderlos fuego. Más allá de que eso no me significaba un problema a la hora de relacionarme con gente gay en mi laburo. Pero de pronto la conocí a ella. Yo estaba lejos de todo, no conocía a nadie, estaba en otro país y me dije: ‘¿Qué puede pasar?’ Si no le decía a nadie que me había encamado con una travesti, ¿cómo iban a enterarse? Eso fue lo que pensé en un primer momento, aunque no me generó ningún conflicto sentirme atraído por ella. Me enamoré y punto. Lo vi por ese lado.” Y ahí Ariana agrega: “Le pasó lo que le pasa a cualquier homofóbico: se dejó curar. Porque el homofóbico tiene tanto miedo de ser lo que ve, que lo agrede. Acá tenés un caso”.

Pero en esos primeros veinte días que pasaron juntos en Florianópolis, lejos de lo que podría imaginarse, no tuvieron sexo. “Al principio, nos pasaba que los dos nos gustábamos pero no nos decíamos”, dice Ariana. “Salíamos, caminábamos por la playa de la mano, pero no pasaba nada.” ¿Cómo que no pasaba nada? “Sí. Hasta el 20 de enero no nos encamamos. Ni un beso, nada. Veinte días de la mano, comiendo juntos, durmiendo juntos, pero ni un beso. No sabemos bien por qué. Entablamos una conexión muy espiritual de entrada.”

Esa conexión es la que Tomás confirma cuando dice que lo que lo enamoró de Ariana fue “su alma, su persona”. Más allá de que enseguida aclara, quizá temiendo el descrédito por cursilería, que también se enamoró de “su terrible cola”. “A mí lo que me enamoró de él es su bondad. Sentís su bondad todo el tiempo”, dice Ariana por su parte. “Es muy buen amante. Sexualmente, lo mejor que conocí. Y eso que conocí mucho, eh. Hoy por hoy, cualquier tipo te garcha, pero nadie le dice a su novia, como le dijo él en su momento: ‘Che, mirá, estoy saliendo con una trava’ ¡Y tenía sólo 24 años! ¡Era muy chico!” Hoy Tomás tiene 31 y Ariana 40, y esa plenitud sexual que ella dice haber conseguido con él le permitió superar ciertos pudores. “El fue el primer hombre delante del cual yo pude desnudarme por completo porque a las transexuales, por lo general, a diferencia de las travestis, nos da mucha vergüenza tener un pito. En nosotras es como un defecto físico y nadie, obviamente, quiere mostrar sus defectos. Por eso tener sexo puede ser todo un tema. El me enseñó a manejarlo, al extremo de que hoy me puedo pasear desnuda por mi casa tranquilamente, algo que antes era para mí impensable. Empecé a descubrir esas cosas, y hacerlo me permitió empezar a sentirme una persona más completa. Dejé de ser yo de la cintura para arriba, y empecé a ser de los pies a la cabeza.”

Hacerse compañía

Se conocieron chateando. “¡Cuándo no!”, podrán decir algunas. Pero vale aclarar que no lo hicieron en una de esas salas en que la búsqueda de sexo puede encararse bajo seudónimos tan poco sugerentes como “la más lechuda” (sic) o “perra casada” (basta entrar a cualquier sala de chicas para extraer, cual objets trouvés, ejemplos de una larga lista que incluye nombres más discretos como “Mamá46bi” o extravagancias del tipo “GayBuskNoviaLesbiana”), sino en una de esas aburridas salas de trivias en las que uno se mete a contestar preguntas y a poner a prueba su cultura general porque anda desvelado y no enganchó ninguna película en el cable. Así, entre preguntas mortales como “¿quién fue el segundo hombre en llegar a la luna?” o “¿qué longitud tiene la prueba del maratón?”, Laura y Soledad empezaron a charlar hasta que el moderador amenazó con echarlas, ya que conversar iba en contra de las reglas generales de esa sala. Pero ahí mismo ellas intercambiaron sus direcciones de msn y se quedaron hablando hasta bien entrada la madrugada. Y si bien Soledad, a la cuarta o quinta línea, le dijo que era gay, Laura acusó recibo bastante más tarde. “Yo había tenido una sola experiencia homosexual, así como al pasar, y me consideraba heterosexual. Pero después, con el transcurrir de los días, cuando empezamos a hablar y a conocernos más, empecé a sentir la necesidad de verla y de saber cómo estaba. Cada vez que me metía al msn, lo primero que hacía era fijarme si su nombrecito aparecía conectado.”

Y ya que toda historia de amor muchas veces se forja y robustece gracias a los obstáculos que le salen al paso, vale decir que la instancia cibernética del idilio que en un principio ninguna se atrevió a confesarle a la otra no se debió a la timidez o a la fobia social de alguna de las dos sino al hecho de que Laura vivía en San Nicolás y Soledad en Villa Celina, partido de La Matanza. “Nos conocimos en marzo de 2006, unos meses antes había muerto mi papá, y yo andaba bajoneada, y un día le dije que me quería ir a un lugar donde no hubiera nada. Ni televisión, ni teléfono, ni radio, ni turistas, nada”, cuenta Soledad. “Y entonces me dijo: ‘¿Y qué te parece Pergamino?’ ‘¿Pero qué hay en Pergamino?’ ‘Nada. ¿No querías un lugar donde no hubiera nada?’ Y así quedamos en encontrarnos, supuestamente un punto intermedio para las dos, aunque yo terminé viajando cuatro horas y media y ella cuarenta minutos apenas.” A lo que Laura agrega, luego de jurar y perjurar que el error de cálculo no fue a propósito: “Cada una, en su interior, se moría de ganas por conocer a la otra. Y ese sábado fuimos a comer, anduvimos paseando, y cuando llegó la hora de irnos y estábamos a punto de sacar los pasajes, Soledad me dijo: ‘¿Y si nos quedamos a dormir?’ A todo esto, todavía no había pasado nada: habíamos ido a un laguito, nos sentamos ahí, pero ninguna se había animado a dar el primer paso. Y le dije que sí, más allá de que al otro día entraba a laburar a las 2 de la tarde en un local de videojuegos donde era cajera. Nos fuimos a un hotel que estaba a una cuadra de la terminal y nos dieron una habitación con dos camitas: tampoco daba para andar pidiendo una cama doble cuando todavía no nos habíamos dado ni siquiera un beso”.

Al otro día se levantaron y cada una regresó a casa con la firme intención de volver a verse. Y mientras Soledad terminaba en Villa Celina con una noviecita que había conocido unas semanas antes, Laura le decía a su madre que era bisexual “para suavizar la noticia”. Así empezaron los viajes periódicos de Laura a Buenos Aires, que fueron apuntalando una relación que lidiaba con el escollo de la distancia. “Nos conocimos en persona un 24 de marzo, y la próxima vez que nos vimos fue para Pascua. Laura después empezó a viajar cada quince o veinte días, y a los seis meses nos compramos los anillos y decidimos que se venía para Buenos Aires.” “Las despedidas eran terribles”, apunta Laura. “Yo venía un viernes y me iba un domingo o un lunes. Y ese domingo o ese lunes eran muy angustiantes. Cada vez que íbamos a Retiro decíamos cuándo sería el día en que por fin no tuviera que ir allí para despedirme sino para ir a San Nicolás a visitar a mi familia. Para colmo, nos despedíamos con un abrazo y un beso en el cachete, pensando que podía haber algún conocido que si nos veía en la estación podía contarle a mi mamá que su hija estaba en Retiro a los besos con una mina.”

Soledad y Laura cumplen tres años de relación en marzo, y ya llevan más de dos conviviendo. Y si ya están planeando tener un hijo con el aporte paternal de su mejor amigo gay es porque a la vida se la imaginan juntas. “Yo supe que quería estar con Soledad cuando me di cuenta de que era una persona con la que podía hablar durante cinco horas sin aburrirme. Eso fue lo que más me gustó de ella: saber que si el día de mañana llegamos a los 70 años y no tenemos otra cosa para hacer más que conversar, vamos a disfrutar de hacernos compañía.”


El amor, esa potencia

“Se tolera que dos chicos vayan a acostarse juntos en la misma cama, pero no se les perdona si a la mañana siguiente se despiertan con una sonrisa en los labios, si se toman de la mano. Lo insoportable no es que partan en busca del placer sino el despertar dichoso.” Con esta frase, dicha en una entrevista de 1978 y recogida por Didier Eribon en Reflexiones sobre la cuestión gay, Michel Foucault deja ver lo que para él entraña la homofobia en un mundo en que la relación lineal entre sexualidad y represión ha quedado sin efecto (el poder no ordena callar la sexualidad, nos dice, sino que insiste en multiplicar el discurso que la sostiene y en inventar clases de sexualidades “perversas”). Pero algo que también expone esa frase es cómo el amor homosexual, “el estilo de vida gay, y no los actos (homosexuales) en sí mismos” vienen, felizmente, a embrollar las cosas. “Fabricar otras formas de placeres, de relaciones, de coexistencia, de lazos, de amores, de intensidades”, es lo que el filósofo francés opone tanto a la idea de una posible subversión sexual —candente en la década del ’70— como a la creencia de que los gays son, antes todo, sujetos sexuales. Y es allí donde el estereotipo de los jóvenes que se encuentran en la calle, se seducen, se ponen la mano en el culo y a los quince minutos ya están teniendo sexo, es desarticulado cuando Foucault pone en evidencia “todo lo que puede haber de inquietante en el afecto, la ternura, la fidelidad, el compañerismo, a los que una sociedad un poco aseada no puede conceder un sitio sin temer que se formen alianzas, que se anuden líneas de fuerzas imprevistas”.

En el amor existe la posibilidad certera de volvernos visibles. Y si el sexo no es tan intranquilizador es porque siempre ha sido mucho más cómodo tenerlo en una cama y entre cuatro paredes. Que todavía esperemos a que se apaguen las luces en el cine para tomarnos de la mano es un signo inequívoco de que la esfera pública sigue siendo un lugar más o menos incómodo para demostrarnos afecto. Por eso, que el año pasado una pareja de gays y una de lesbianas hayan elegido el Día de San Valentín para reclamar en Chile por la discriminación que sufren las minorías sexuales con un maratón de besos que duró ocho horas y que tuvo lugar frente al Palacio de La Moneda, habla a las claras de que en el amor hay una potencia política que es incontenible.


Patricio Lennard
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