domingo, 3 de agosto de 2008

Historias de Judios Argentinos Gays


Lo define bien uno de los miembros de la entidad: “Ser gay, entonces, siendo judío, no es lo mismo que simplemente ser gay”. El 12 de marzo de 2004 nació una entidad rara para lo que es el mapa cultural de la comunidad: Judíos Argentinos Gay, autodefinida como un espacio de contención e integración. Hay judíos gay ortodoxos que no terminan nunca de cerrar un fuerte sentimiento de deuda con el difícil Jehová. Aquí van sus testimonios, junto a escenas de un bingo con pancho kosher y muchas plumas.

JC tiene 33 años y todas las mañanas de su vida, desde que cumplió los trece, hace lo que Halajá y el mandato ritual de su fe judía le ordenan hacer al Iehudí que despierta: atarse al brazo las correas del Tefilin y cumplir con los tres rezos; las bendiciones, el Shemá Israel y la oración de pie. A la tarde vuelve a rezar. Y también a la noche, cuando repite el Shemá. Los lunes y los jueves lee la Torá. Y los viernes celebra el Shabath con su familia comiendo gefiltefish. La santidad del sábado le prohíbe tocar dinero, encender luces, tomar el control remoto de su televisor, usar su celular. La santidad del sábado es un asunto importante para JC, quien nunca se preguntó por qué debía llevar una vida observante, simplemente la llevó. Es decir, cumplió con todo lo que pudo cumplir. “Pero con lo que no, no”, dice JC, que todavía está aprendiendo a entenderse con esa íntima conmoción que implica para él ser judío, ser ortodoxo y ser gay.

JC tiene ojos grandes, el pelo corto y rizado, la expresión en la antesala del susto. Tiene también, JC, un novio cineasta con quien ya cumplió dos años de relación estable, un par de hermanos rabinos, una madre que aún lamenta que se haya ido a vivir solo, una hermana que le manda cartas acerca del pecado donde le dice que las malas tendencias se pueden corregir, que lo piense. La madre de JC lloró un mes entero cuando JC decidió que era hora de abandonar el seminario rabínico: su hijo ya no sería rabino. Su hijo ya no se casaría ni le daría nietos. Su hijo, finalmente, fatalmente, viviría una vida secreta para su familia, su templo y su comunidad. Pero eso la madre de JC no lo sabe y no está en los planes que nadie vaya a saberlo.

Tuvo su momento crucial, JC: el momento del arrebato, la súbita necesidad de terminar con todo y creyó que Miami era un sitio lo suficientemente obsceno como para liberarse. El plan incluía noche, disco y marcha, conocer algún chico lindo por Lincoln Av., relajarse, capaz que vivir. No llevaba tres días de viaje cuando se encontró aterrado en su habitación, llorando de miedo, llamando a un hermano que vivía en los Estados Unidos para que le pasara direcciones de Miami donde conseguir comida kosher. “La prohibición la llevo dentro de mí. A donde vaya voy a seguir siendo un judío ortodoxo”, se resigna JC.

En un bar de la avenida Santa Fe, JC busca explicar y explicarse cómo ha sido, cómo seguirá siendo, vivir en la contradicción de respetar a un Dios que no lo respeta.

–¿Qué evitó que te relajaras cuando estuviste lejos, donde nadie iba a reconocerte?

–Yo fui educado de esta manera.

–¿Pero no cambia algo cuando atravesás el blindaje de tu sociedad?

–Es cierto que siempre viví en un lugar donde todos me conocen, en el barrio, en el club, en el templo, en la escuela. Es imposible ir a algún sitio sin que sepan que sos el hijo de tal. Pero tantos años de formación ortodoxa no se cambian con un viaje a Miami.

–¿Cómo se cambian, entonces?

–De a poco. Yo antes era severísimo con la obediencia. Estuve seis años en pareja con un chico y jamás lo traje a casa de mis padres. No porque fuera mi pareja, sino porque no era judío.

–¿Saliste con un goy? Ah, te fuiste al carajo.

–Sí, mi novio actual también es goy.

–¿Cómo era ser obediente, ser ortodoxo, y ser gay?

–Era terminar de tener sexo y pedir delivery kosher.

–No suena atormentado…

–Sí, lo es, porque la culpa con la que vivís es muy grande. Yo nunca comprendí porque es algo tan malo y por qué Dios nunca puso delante de mi otro camino.

–¿Te enojaste con Dios?

–A veces creía que si Él me mandaba algo muy malo, la muerte de un ser querido o algo así, yo podía aprovechar para enojarme con Dios y mandar todo a la mierda. Pero no, Dios no hizo nada de eso.

–¿Y creés que Él está enojado con vos?

–Yo nunca lo quise hacer enojar.

–¿Pero creés que está?

–En el fondo y cada vez menos, pero supongo que sigo creyendo que estoy haciendo algo malo frente a sus ojos.

–¿Vas a vivir siempre así?

–Podría responderte con una frase de mi madre: “Hay que aguantar”.

El folleto tiene varias páginas y está impreso a cuatro colores. Lleva el sello de la Fundación Judaica que conduce el rabino Sergio Bergman y anuncia, entre otras cosas, una cena sabática para parejas en plan de boda, las actividades para el mes en curso en el seminario rabínico Marshall Meyer y las próximas noches de estudio del Shavuot en el Gran Templo de Paso. Más atrás, por el medio, dice: “JAG – Judíos Argentinos Gays: el judaísmo y la homosexualidad en las fuentes. Espacio de estudio y reflexión a cargo de la rabina Karina Finkielsztein”. Los judíos gays argentinos, tienen, además, representación institucional.

JAG es una rareza en el mapa político y social de la comunidad. Su presentación formal colectividad adentro, o mejor, su manifiesto, dice textualmente: “JAG nace el 12 de marzo de 2004 en la ciudad de Buenos Aires, a partir de la inquietud de un grupo de amigos, quienes planteamos como deuda pendiente dentro de la comunidad judía, el abordaje de la temática Judeo-GLBT. Judíos Gays, Lesbianas, Bisexuales y Transexuales de la República Argentina, nos hemos reunido, con el interés de crear un espacio de contención, crecimiento e integración dentro de un marco comunitario. La conciliación de nuestra identidad tanto judía como gay conforman el corazón de nuestra unión”.

En otra mesa de otro bar, Gustavo Micha, uno de los fundadores y actual presidente de la JAG, explica: “Lo ideal, nuestro verdadero éxito como institución, sería no existir. Cuando eso suceda, vamos a estar en un plano de discriminación cero. Pero para eso nos falta, como sociedad argentina y como sociedad judía también”.

Micha viene de una familia ortodoxa sefaradí y el peso del mandato familiar es tan decisivo dentro de la comunidad que ni siquiera él, presidente de la entidad que los representa, vamos a decir oficialmente, se permite una foto a toda caripela. Hay padres, hay mayores, y el respeto hacia las generaciones precedentes incluye evitarles una noticia que no están en condiciones de comprender. Sin embargo, no todo está todo lo mal que podría. Los sectores duros de la iglesia católica, los halcones del Vaticano, cada vez que escuchan hablar de diversidad sexual lamentan que la hoguera haya dejado de ser un recurso posible. Dice Micha que dentro de la comunidad judía no hay caza de brujas. Que nunca hubo un enfrentamiento fuerte. Que ni los Lubavitch ni los sefaradíes, las dos ramas más reconocibles de la ortodoxia, los han perseguido. “Los Lubavitch se parecen a los evangelistas. Para ellos lo importante es la pesca de almas y lo hacen con la convicción de que de a poco te van a ir convirtiendo. Así que no importa mucho si sos puto, o no. Y los sefaradíes sólo trabajan hacia adentro, hacia el interior de sus propios círculos, no se meten con nada de lo que ocurra afuera. No sé si eso lo explica del todo, pero sirve para entender porque los gays judíos no hemos sufrido las persecuciones que los gays católicos muchas veces sí”.

Un cartón por dos pesos. Tres, por cinco. Son las siete y media de la tarde y en un salón de Palermo, a pura luz blanca y con un chico de anteojitos que saca bolilla tras bolilla y que de golpe alguien rebautizó como la Berta, arranca el bingo judío gay.

Debemos ser unos cincuenta, sesenta tipos, repartidos en mesitas en cuyo centro ha sido prolijamente dispuesto un manojo de biromes. Está la pareja de Norman y Jorge, veintiocho años de feliz convivencia cubano-norteamericana. Está Germán, fundador de Keshet, la otra representación institucional de la diversidad sexual judaica que finalmente decidió fusionarse dentro de JAG, y se hizo cargo de su departamento de cultura. Y también está Julio, el chico musulmán, que amenaza: “¡Si no cantan mis números me inmolo acá mismo con una bomba de chocolate!”.

El maestro de ceremonias, el tipo que tira del show y lo convierte en un bingo, sí; judío, sí; gay, también, pero además concert, es un profesional del cross dressing con boa de plumas al cuello que no deja de disparar su batería de gaste lógico sobre la paisanada festejante: para él son todos Saras o Rebecas, y después pregunta si esto es un bar mitzvá.

Micrófono en mano, Micha hace sus anuncios: se viene la noche de las cien cenas, donde diez invitados van a la casa de diez anfitriones y pagan cien pesos el cubierto, lo que contribuirá con los próximos proyectos de JAG: la difusión, las charlas, los encuentros, la capacitación para docentes, líderes de grupos y otras dialécticas siempre referidas a la diversidad sexual judía y, desde ya, el plan de contar finalmente un espacio a lo que llamar la casa JAG. Y claro, el anuncio de la comida de hoy, después del bingo, en el salón de abajo: panchos, dice Micha, y agrega:

–Tranquilos, son panchos kosher.

Soy el único estúpido que se ríe. El resto sabe que con la comida no se jode.

(A ver, un paréntise sobre la experiencia religiosa de entrarle a un pancho kosher. Las salchichas tienen una pigmentación diferente, más oscura, y una piel más gruesa, lo que le confiere la consistencia de esos embutidos importados, además de tener un sabor ligeramente ahumado y siglos de memoria ritual que de pronto se condensan en la santidad de una butifarra del Sinaí).

Después del bingo, después de los panchos, en un rincón, lejos de la efervescencia de una reunión que se define por sus arrebatos de humor autorreferencial y las tensiones entre ex que no se terminan de reconciliar, junto al bol de vidrio del que se pueden sacar a discreción preservativos y lubricantes, Iehuda me cuenta su historia.

Iehuda, o León, como prefieran, tiene 46 años, 40 de gay, 30 de gay asumido, 20 de pareja estable, 10 de seropositivo y 15 minutos de confesionario desgarrado. Dice Iehuda que cuando tenía cinco murió su padre. Que a los seis tuvo su primera experiencia homosexual. Que a los diez trabajaba y ayudaba a su familia. Que sus abuelos vinieron de Alepo, un pueblo sirio libanés de familias ortodoxas, y que por qué iba a zafar él de un régimen tradicional. Que su familia lo sabe todo. Que su familia nunca le pregunta nada. Que en casa de mamá ni se menciona su amor con M, aunque M ya sea de la familia, y todos pregunten amablemente por él y mamá le prepare knishes y se los mande en una bandejita. Sólo de vez en cuando, como descolgada, su madre deja caer su lamento: qué lástima que nunca te casaste, hijo. Y eso es todo.

Finalmente dice León, o Iehuda, como más les guste, que ha resuelto sus problemas con Dios.

–Pero seguís siendo ortodoxo observante…

–Sí, al sesenta por ciento.

–¿Y Levítico 18:22?

–Soy un hombre que ama. Dios no puede tener tantos problemas con eso.

Son apenas unas líneas, aunque ya sabemos lo que los sistemas religiosos monoteístas son capaces hacer con apenas unas líneas. Dice el Antiguo Testamento, en Levítico 18:22: “No te echarás con varón como con mujer, es abominación”. Y un poco más adelante, en Levítico 20:13, por si a alguien le quedaron dudas: “Si alguno se juntare con varón como con mujer, abominación hicieron; ambos han de ser muertos, sobre ellos será su sangre”. Bueno, al parecer hay un dios que mandó a escribir esto y después dijo que esta era su palabra y que su palabra era, sería para siempre, sagrada. La cagada se terminó de consumar cuando apareció uno que se lo creyó y se puso a convencer a otros de que sí, posta, lo dice dios, no nos va a andar boludeando.

La JAG podría representar un problema grande para la revista Cabildo, por ejemplo. ¿Qué se discrimina primero? ¿Qué sería peor para la santa conformación de la patria? Putos que son judíos. Judíos que son putos. ¿Por casualidad no tienen algún negro, también? Sin embargo, lo que sería una discriminación sobre otra y toda concentrada sobre el mismo sujeto social, puede no ser la doble mala noticia que parece. Dice Germán, fundador del grupo Keshet: “El judío tiene cierto training en la discriminación, de alguna manera ya viene discriminado por buena parte de la historia reciente. Yo pasé por la experiencia de escuchar, de golpe, en un bar, en la calle, la expresión judío de mierda. Ser gay, entonces, siendo judío, no es lo mismo que simplemente ser gay”.

Alejandro Seselovsky – (Critica)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hashem seguramente te quiere mucho y espera tu teshuva

http://www.jabadurquiza.com/

Shulman Comunicación Integral Transmedia dijo...

Excelente nota! Gracias.