jueves, 7 de agosto de 2008

domingo, 3 de agosto de 2008

Historias de Judios Argentinos Gays


Lo define bien uno de los miembros de la entidad: “Ser gay, entonces, siendo judío, no es lo mismo que simplemente ser gay”. El 12 de marzo de 2004 nació una entidad rara para lo que es el mapa cultural de la comunidad: Judíos Argentinos Gay, autodefinida como un espacio de contención e integración. Hay judíos gay ortodoxos que no terminan nunca de cerrar un fuerte sentimiento de deuda con el difícil Jehová. Aquí van sus testimonios, junto a escenas de un bingo con pancho kosher y muchas plumas.

JC tiene 33 años y todas las mañanas de su vida, desde que cumplió los trece, hace lo que Halajá y el mandato ritual de su fe judía le ordenan hacer al Iehudí que despierta: atarse al brazo las correas del Tefilin y cumplir con los tres rezos; las bendiciones, el Shemá Israel y la oración de pie. A la tarde vuelve a rezar. Y también a la noche, cuando repite el Shemá. Los lunes y los jueves lee la Torá. Y los viernes celebra el Shabath con su familia comiendo gefiltefish. La santidad del sábado le prohíbe tocar dinero, encender luces, tomar el control remoto de su televisor, usar su celular. La santidad del sábado es un asunto importante para JC, quien nunca se preguntó por qué debía llevar una vida observante, simplemente la llevó. Es decir, cumplió con todo lo que pudo cumplir. “Pero con lo que no, no”, dice JC, que todavía está aprendiendo a entenderse con esa íntima conmoción que implica para él ser judío, ser ortodoxo y ser gay.

JC tiene ojos grandes, el pelo corto y rizado, la expresión en la antesala del susto. Tiene también, JC, un novio cineasta con quien ya cumplió dos años de relación estable, un par de hermanos rabinos, una madre que aún lamenta que se haya ido a vivir solo, una hermana que le manda cartas acerca del pecado donde le dice que las malas tendencias se pueden corregir, que lo piense. La madre de JC lloró un mes entero cuando JC decidió que era hora de abandonar el seminario rabínico: su hijo ya no sería rabino. Su hijo ya no se casaría ni le daría nietos. Su hijo, finalmente, fatalmente, viviría una vida secreta para su familia, su templo y su comunidad. Pero eso la madre de JC no lo sabe y no está en los planes que nadie vaya a saberlo.

Tuvo su momento crucial, JC: el momento del arrebato, la súbita necesidad de terminar con todo y creyó que Miami era un sitio lo suficientemente obsceno como para liberarse. El plan incluía noche, disco y marcha, conocer algún chico lindo por Lincoln Av., relajarse, capaz que vivir. No llevaba tres días de viaje cuando se encontró aterrado en su habitación, llorando de miedo, llamando a un hermano que vivía en los Estados Unidos para que le pasara direcciones de Miami donde conseguir comida kosher. “La prohibición la llevo dentro de mí. A donde vaya voy a seguir siendo un judío ortodoxo”, se resigna JC.

En un bar de la avenida Santa Fe, JC busca explicar y explicarse cómo ha sido, cómo seguirá siendo, vivir en la contradicción de respetar a un Dios que no lo respeta.

–¿Qué evitó que te relajaras cuando estuviste lejos, donde nadie iba a reconocerte?

–Yo fui educado de esta manera.

–¿Pero no cambia algo cuando atravesás el blindaje de tu sociedad?

–Es cierto que siempre viví en un lugar donde todos me conocen, en el barrio, en el club, en el templo, en la escuela. Es imposible ir a algún sitio sin que sepan que sos el hijo de tal. Pero tantos años de formación ortodoxa no se cambian con un viaje a Miami.

–¿Cómo se cambian, entonces?

–De a poco. Yo antes era severísimo con la obediencia. Estuve seis años en pareja con un chico y jamás lo traje a casa de mis padres. No porque fuera mi pareja, sino porque no era judío.

–¿Saliste con un goy? Ah, te fuiste al carajo.

–Sí, mi novio actual también es goy.

–¿Cómo era ser obediente, ser ortodoxo, y ser gay?

–Era terminar de tener sexo y pedir delivery kosher.

–No suena atormentado…

–Sí, lo es, porque la culpa con la que vivís es muy grande. Yo nunca comprendí porque es algo tan malo y por qué Dios nunca puso delante de mi otro camino.

–¿Te enojaste con Dios?

–A veces creía que si Él me mandaba algo muy malo, la muerte de un ser querido o algo así, yo podía aprovechar para enojarme con Dios y mandar todo a la mierda. Pero no, Dios no hizo nada de eso.

–¿Y creés que Él está enojado con vos?

–Yo nunca lo quise hacer enojar.

–¿Pero creés que está?

–En el fondo y cada vez menos, pero supongo que sigo creyendo que estoy haciendo algo malo frente a sus ojos.

–¿Vas a vivir siempre así?

–Podría responderte con una frase de mi madre: “Hay que aguantar”.

El folleto tiene varias páginas y está impreso a cuatro colores. Lleva el sello de la Fundación Judaica que conduce el rabino Sergio Bergman y anuncia, entre otras cosas, una cena sabática para parejas en plan de boda, las actividades para el mes en curso en el seminario rabínico Marshall Meyer y las próximas noches de estudio del Shavuot en el Gran Templo de Paso. Más atrás, por el medio, dice: “JAG – Judíos Argentinos Gays: el judaísmo y la homosexualidad en las fuentes. Espacio de estudio y reflexión a cargo de la rabina Karina Finkielsztein”. Los judíos gays argentinos, tienen, además, representación institucional.

JAG es una rareza en el mapa político y social de la comunidad. Su presentación formal colectividad adentro, o mejor, su manifiesto, dice textualmente: “JAG nace el 12 de marzo de 2004 en la ciudad de Buenos Aires, a partir de la inquietud de un grupo de amigos, quienes planteamos como deuda pendiente dentro de la comunidad judía, el abordaje de la temática Judeo-GLBT. Judíos Gays, Lesbianas, Bisexuales y Transexuales de la República Argentina, nos hemos reunido, con el interés de crear un espacio de contención, crecimiento e integración dentro de un marco comunitario. La conciliación de nuestra identidad tanto judía como gay conforman el corazón de nuestra unión”.

En otra mesa de otro bar, Gustavo Micha, uno de los fundadores y actual presidente de la JAG, explica: “Lo ideal, nuestro verdadero éxito como institución, sería no existir. Cuando eso suceda, vamos a estar en un plano de discriminación cero. Pero para eso nos falta, como sociedad argentina y como sociedad judía también”.

Micha viene de una familia ortodoxa sefaradí y el peso del mandato familiar es tan decisivo dentro de la comunidad que ni siquiera él, presidente de la entidad que los representa, vamos a decir oficialmente, se permite una foto a toda caripela. Hay padres, hay mayores, y el respeto hacia las generaciones precedentes incluye evitarles una noticia que no están en condiciones de comprender. Sin embargo, no todo está todo lo mal que podría. Los sectores duros de la iglesia católica, los halcones del Vaticano, cada vez que escuchan hablar de diversidad sexual lamentan que la hoguera haya dejado de ser un recurso posible. Dice Micha que dentro de la comunidad judía no hay caza de brujas. Que nunca hubo un enfrentamiento fuerte. Que ni los Lubavitch ni los sefaradíes, las dos ramas más reconocibles de la ortodoxia, los han perseguido. “Los Lubavitch se parecen a los evangelistas. Para ellos lo importante es la pesca de almas y lo hacen con la convicción de que de a poco te van a ir convirtiendo. Así que no importa mucho si sos puto, o no. Y los sefaradíes sólo trabajan hacia adentro, hacia el interior de sus propios círculos, no se meten con nada de lo que ocurra afuera. No sé si eso lo explica del todo, pero sirve para entender porque los gays judíos no hemos sufrido las persecuciones que los gays católicos muchas veces sí”.

Un cartón por dos pesos. Tres, por cinco. Son las siete y media de la tarde y en un salón de Palermo, a pura luz blanca y con un chico de anteojitos que saca bolilla tras bolilla y que de golpe alguien rebautizó como la Berta, arranca el bingo judío gay.

Debemos ser unos cincuenta, sesenta tipos, repartidos en mesitas en cuyo centro ha sido prolijamente dispuesto un manojo de biromes. Está la pareja de Norman y Jorge, veintiocho años de feliz convivencia cubano-norteamericana. Está Germán, fundador de Keshet, la otra representación institucional de la diversidad sexual judaica que finalmente decidió fusionarse dentro de JAG, y se hizo cargo de su departamento de cultura. Y también está Julio, el chico musulmán, que amenaza: “¡Si no cantan mis números me inmolo acá mismo con una bomba de chocolate!”.

El maestro de ceremonias, el tipo que tira del show y lo convierte en un bingo, sí; judío, sí; gay, también, pero además concert, es un profesional del cross dressing con boa de plumas al cuello que no deja de disparar su batería de gaste lógico sobre la paisanada festejante: para él son todos Saras o Rebecas, y después pregunta si esto es un bar mitzvá.

Micrófono en mano, Micha hace sus anuncios: se viene la noche de las cien cenas, donde diez invitados van a la casa de diez anfitriones y pagan cien pesos el cubierto, lo que contribuirá con los próximos proyectos de JAG: la difusión, las charlas, los encuentros, la capacitación para docentes, líderes de grupos y otras dialécticas siempre referidas a la diversidad sexual judía y, desde ya, el plan de contar finalmente un espacio a lo que llamar la casa JAG. Y claro, el anuncio de la comida de hoy, después del bingo, en el salón de abajo: panchos, dice Micha, y agrega:

–Tranquilos, son panchos kosher.

Soy el único estúpido que se ríe. El resto sabe que con la comida no se jode.

(A ver, un paréntise sobre la experiencia religiosa de entrarle a un pancho kosher. Las salchichas tienen una pigmentación diferente, más oscura, y una piel más gruesa, lo que le confiere la consistencia de esos embutidos importados, además de tener un sabor ligeramente ahumado y siglos de memoria ritual que de pronto se condensan en la santidad de una butifarra del Sinaí).

Después del bingo, después de los panchos, en un rincón, lejos de la efervescencia de una reunión que se define por sus arrebatos de humor autorreferencial y las tensiones entre ex que no se terminan de reconciliar, junto al bol de vidrio del que se pueden sacar a discreción preservativos y lubricantes, Iehuda me cuenta su historia.

Iehuda, o León, como prefieran, tiene 46 años, 40 de gay, 30 de gay asumido, 20 de pareja estable, 10 de seropositivo y 15 minutos de confesionario desgarrado. Dice Iehuda que cuando tenía cinco murió su padre. Que a los seis tuvo su primera experiencia homosexual. Que a los diez trabajaba y ayudaba a su familia. Que sus abuelos vinieron de Alepo, un pueblo sirio libanés de familias ortodoxas, y que por qué iba a zafar él de un régimen tradicional. Que su familia lo sabe todo. Que su familia nunca le pregunta nada. Que en casa de mamá ni se menciona su amor con M, aunque M ya sea de la familia, y todos pregunten amablemente por él y mamá le prepare knishes y se los mande en una bandejita. Sólo de vez en cuando, como descolgada, su madre deja caer su lamento: qué lástima que nunca te casaste, hijo. Y eso es todo.

Finalmente dice León, o Iehuda, como más les guste, que ha resuelto sus problemas con Dios.

–Pero seguís siendo ortodoxo observante…

–Sí, al sesenta por ciento.

–¿Y Levítico 18:22?

–Soy un hombre que ama. Dios no puede tener tantos problemas con eso.

Son apenas unas líneas, aunque ya sabemos lo que los sistemas religiosos monoteístas son capaces hacer con apenas unas líneas. Dice el Antiguo Testamento, en Levítico 18:22: “No te echarás con varón como con mujer, es abominación”. Y un poco más adelante, en Levítico 20:13, por si a alguien le quedaron dudas: “Si alguno se juntare con varón como con mujer, abominación hicieron; ambos han de ser muertos, sobre ellos será su sangre”. Bueno, al parecer hay un dios que mandó a escribir esto y después dijo que esta era su palabra y que su palabra era, sería para siempre, sagrada. La cagada se terminó de consumar cuando apareció uno que se lo creyó y se puso a convencer a otros de que sí, posta, lo dice dios, no nos va a andar boludeando.

La JAG podría representar un problema grande para la revista Cabildo, por ejemplo. ¿Qué se discrimina primero? ¿Qué sería peor para la santa conformación de la patria? Putos que son judíos. Judíos que son putos. ¿Por casualidad no tienen algún negro, también? Sin embargo, lo que sería una discriminación sobre otra y toda concentrada sobre el mismo sujeto social, puede no ser la doble mala noticia que parece. Dice Germán, fundador del grupo Keshet: “El judío tiene cierto training en la discriminación, de alguna manera ya viene discriminado por buena parte de la historia reciente. Yo pasé por la experiencia de escuchar, de golpe, en un bar, en la calle, la expresión judío de mierda. Ser gay, entonces, siendo judío, no es lo mismo que simplemente ser gay”.

Alejandro Seselovsky – (Critica)

Cuando Batman era gay


Todo el mundo se encuentra bastante alterado por el lanzamiento de la nueva película de Batman,“The Dark Knight”, la cual acaba de romper el record de “Spiderman 3” por ser la película más recaudadora en los Estados Unidos en su fin de semana de estreno. Pero a diferencia de “Spiderman 3”, “The Dark Knight” es una película muy entretenida. El Batman del director Christopher Nolan es más oscuro, más serio y, por consiguiente, más aterrador. Además, logra capturar la complejidad psicológica del personaje principal de una manera que la versión de Tim Burton, y ni que hablar de la horrenda adaptación de Joel Schumacher, jamás pudo.

La visión de Nolan está inspirada en la era dorada de Batman, la de principios de los años 40. En esa época, el superhéroe les disparaba a sus enemigos, los arrojaba desde los techos y no tenía muchas reservas respecto a matar a los criminales. El héroe encapotado no tenía problemas en amenazar de muerte a los asesinos, gángsters y matones. La Ciudad Gótica de esa época era un lugar oscuro y tenebroso, la clase de lugar que inspiraría a alguien a vestirse con un traje de murciélago gigante. Entonces, ¿que fue lo que pasó? ¿Por qué el oscuro y amenazante Batman de los años 40 se convirtió en el personaje flojo y domesticado de los 60?

Esto tuvo mucho que ver con el cambio de la moral de la sociedad y el desarrollo del panorama político y económico del país. En este sentido, la historia de Batman es un microcosmos de lo que ha pasado a través de la historia de la industria del cómic durante ese período y, en menor medida, de algunos de los cambios que se llevaron a cabo a través de la nación. Uno de las etapas más importantes de la metamorfosis del superhéroe se centró en las agitadas acusaciones de que Batman y Robin eran gays y que esto podría generar fantasías homosexuales en la influenciable juventud norteamericana. El Batman de esta era había sido modelado en base a las expectativas de género de la época y su fracaso en adherir a esas expectativas generaron críticas que llevaron al cuestionamiento de la identidad sexual del personaje.

Las acusaciones de que Batman era homosexual, por más extraño que suene hoy en día, fueron tomadas muy seriamente por el gobierno y por el público norteamericano. Y lo que tampoco ayudaba era el profundo análisis realizado por un psiquiatra muy famoso de la época, el Dr. Frederic Wertham.

Según Wertham, los cómics tenían una influencia negativa en la juventud norteamericana y eran responsables de generar retorcidas actitudes de género y de vanagloriar todo aquello relacionado a la delincuencia. Batman y Robin, según Wertham encarnaban "la fantasía de dos hombres homosexuales viviendo juntos". Ellos vivían en un "área suntuosa" sin ser estorbados por novias o esposas y solamente en compañía de su viejo mayordomo, Alfred. Se ocupaban el uno del otro, frecuentemente compartían la recámara y salían juntos vestidos de fiesta. Para peor, los dos mostraban características psicológicas preocupantes: preferencia por los disfraces, gusto por la ropa y por los juegos de roles; comportamientos secretos y dobles vidas; poco interés en las mujeres; y, lo peor de todo, compulsiones neuróticas que resultaban en actitudes violentas. Es así como Wertham aseguraba que las actitudes de los personajes frecuentemente eran homoeróticas, visualmente resaltadas por el espectacular físico de Batman y las caderas desnudas de Robin.

"Solo un ignorante respecto a los fundamentos de la psiquiatría y la psicopatología sexual podría no darse cuenta de la atmósfera de homoerotismo que rodea las aventuras de estos personajes", escribió Wertham en su momento. "El tipo de historia que representa Batman puede estimular las fantasías homosexuales de los niños y los jóvenes".

Los creadores y los autores de Batman estaban horrorizados. Batman, aclaraban, había tenido una serie de relaciones con damas de Ciudad Gótica, a pesar de no haberse asentado con ninguna de ellas. También se encargaron de aclarar que jamás habían sido explícitos respecto a un afecto homosexual entre Batman y Robin. Y además, se preguntaban cuál era el objetivo de cuestionar las prácticas sexuales de un personaje que solamente vivía dentro de los cuadros de las revistas de historietas. Cualquier clase de "vida sexual" que Batman pudiera tener se encontraba puramente en la imaginación de sus críticos y no tenía nada que ver con el propio Batman.

Si Bruce Wayne era el paradigma de la masculinidad de raza blanca y de clase alta de la época (millonario, culto y amigable), su identidad secreta representaba la liberación oscura que se encontraba en los rincones marginales de la ciudad. Aún si los genitales de Batman nunca fueron mostrados entrando en contacto con el cuerpo de Robin, el estilo de vida de Batman aún le daba cuerpo a la fantasía de emancipación de la imagen del hombre cuya responsabilidad era la de formar una familia al lado de una mujer. El mundo de Batman de los años 40 era exclusivamente masculino.

En una época en la que las normas sociales dictaban que los hombres y las mujeres debían formar familias nucleares y conformarse con una domesticidad rutinaria, el mundo homosocial de Batman representaba un desafío al concepto de familia "normal". Por supuesto, una década atrás, la idea de los hombres viviendo con otros hombres con el objetivo de luchar contra otros hombres no solo no era controversial, sino que, en el medio de la Segunda Guerra Mundial, era algo habitual. En condiciones de guerra, los soldados vivían y dormían juntos. Dependían los unos de los otros en busca de apoyo físico y emocional, incluso en algunos casos, relacionándose sexualmente entre ellos.

Qué tanto influyó este concepto en los creadores de Batman, es difícil saberlo. De todas formas, las acusaciones de Wertham contra el cómic afectaron las ventas del mismo. Los padres decidieron que sus hijos se volcaran a la lectura de cómics más "inofensivos", mientras que algunos grupos directamente intentaron censurar a la historieta. Con el objetivo de combatir la percepción de que su producto era moralmente sospechoso, los directivos de DC Comics decidieron realizar una serie de cambios.

Algunos de esos cambios fueron designados específicamente para disipar las acusaciones de que Batman y Robin eran gays. El rol del mayordomo Alfred en el cómic fue reducido (Alfred fue dado por muerto a principios de los años 60 y luego fue literalmente resucitado por un tiempo en el rol de villano). Para reemplazar a Alfred, las tías Agatha y Harriet fueron presentadas para ocuparse de cuidar de Wayne con el adecuado toque femenino. Al mismo tiempo, DC Comics comenzó a introducir una serie de personajes femeninos para hacerles vivir romances a Batman y Robin, como Bat-girl en 1956 y Batwoman en 1961.

Estos personajes que luchaban contra el crimen junto a Batman, actuaban como una especie de reemplazo del típico cortejo heterosexual: en vez de invitarla al cine o a cenar, un romántico Batman llevaba a su chica a saltar por los techos. El elenco de personajes femeninos le otorgó a Batman algo así como una familia completa, o al menos las bases para construir una. Incluso, aunque la bati-familia nunca alcanzara un nivel completo de "normalidad", al menos suavizó los bordes de un estilo de vida que era irreconciliable para las expectativas de género de la época.

El Batman que aún vivía en el año 1945 se convirtió en una carga económica en 1955, año en el que se convirtió en una amenaza para la familia. Los elementos gays de Batman de ese entonces eran el punto de ignición para un conjunto de preocupaciones sociales. En el mismo momento en el que las elites se encargaban agresivamente de eliminar a la homosexualidad del gobierno y de la sociedad en general, DC Comics decidió eliminar todo tipo de deficiencia social de la historia de Batman que podría ser interpretada como "gay."

¿Fue suficiente? Para satisfacer a sus críticos más mordaces, si, lo fue. Pero, irónicamente, los cambios que se hicieron en la historia, donde Batman era trasladado a mundos de fantasía, ayudaron a acercar al personaje a un terreno más camp, en donde los forzados romances heterosexuales del superhéroe eran poco creíbles. Incluso en la versión televisiva del cómic, los exagerados y asexuales romances de Batman parecían una especie de parodia de los verdaderos romances heterosexuales.

Es por esta razón que los críticos del Batman de la vieja escuela se han perdido la razón por la cual el superhéroe es una figura tan convincente como fascinante. Las relaciones más importantes de Batman siempre han sido las que ha entablado con los criminales. Las implicaciones más provocativas de este cómic han estado centradas alrededor de la distinción entre ley y justicia y la dedicación de Batman a la búsqueda de esta última, muchas veces a expensas de la primera.

Los intentos por crear una "historia heterosexual" para Batman siempre han sonado falsos, precisamente porque lo que siempre ha caracterizado al personaje es que nada respecto a él puede ser considerado "normal".

Tyrion Lannister - (Bilerico)
© Traducción de Esteban Rico para SentidoG.com

sábado, 2 de agosto de 2008

Orgullo mutante


Keith Haring vivió 31 años y en mucho menos se convirtió en artista icono del siglo XX. Un orgullo mutante capaz de combinar drogas, sexo, cultura africana, militancia lgbtt y sentido del humor, entre otros dones. Trabajó sobre lienzo, papel, paredes del subte, camisetas, vasos, el propio cuerpo y el ajeno. A pesar de su culto por lo efímero, lo sobreviven sus fantasmas expuestos en museos de todo el mundo.

En una entrada de su diario en 1982, un Keith Haring a punto de volverse una figurita del álbum mundial del arte, repasó sus orígenes en un flashback a su infancia: “Nací en 1958, la primera generación de la era espacial, en un mundo marcado por la tecnología de la televisión y por el placer instantáneo: soy hijo de la era nuclear. Crecí en los sesenta en Estados Unidos y descubrí la guerra en los números de Life sobre Vietnam. Asistí a las revueltas raciales por televisión, desde la confortable sala de estar de una familia blanca de clase media”. La escena era claustrofóbica, pero no fue difícil para Haring encontrar la llave que lo sacó de esa sala familiar para expandir su potencial. La salida fue el dibujo, una afición que aprendió de su padre, un dibujante aficionado de historietas. El comic le permitió crear su propio mundo, fuera de los mandatos de raza, sexo e ideología que se multiplicaban como formas de asfixia a su alrededor. Y a su dibujo lo guió la psicodelia lisérgica, que lo convertiría definitivamente en un hijo dilecto de los ‘60. La expansión de la percepción y de la mente fue la manera de que su pulso creara las líneas serpenteantes que lo caracterizarían como artista. El mismo define su viaje en ácido iniciático: “Mi primera experiencia con el LSD a los quince años y los consiguientes trips en los campos que rodean el pueblecito de Pensilvania en el que crecí. El dibujo que hice durante mi primer trip se convirtió en el germen de toda mi obra posterior, que ha llegado a ser toda una visión ‘estética’ del mundo (y un sistema de trabajo)”.

El hombre elástico

El trip artístico lo llevó a estudiar en Nueva York a fines de los ‘70. Allí, en sus primeras experimentaciones se dedicó a las performances y al video, filmando, exponiendo o comprometiendo su propio cuerpo, interesado principalmente en un arte del movimiento espontáneo, de lo vivo sin red. ¿Cómo sumar esas nuevas experiencias vitales a su afán por el dibujo? Haring inventó un “Arte en tránsito” que lo proyectaría como creador: desde 1980 comenzó a dibujar los paneles de publicidad de la red de subterráneos de Nueva York y definió su particular estilo cinético con una línea que trazaba figuras elásticas que representaban a gran escala movimientos característicos del comic y el dibujo animado. En ese ámbito, en medio del vértigo subterráneo de gente y vagones, los dibujos de Haring creaban una vibración enigmática, con imágenes humanoides y animalescas mezcladas con elementos reconocibles (televisores, billetes, iconos populares, etc.) y con signos extraños. Algo del pop y su gusto por los objetos publicitarios se reconfiguraba desde una visión más bien primitiva e infantil (Haring dibujaba con tiza sobre paneles negros como si fuera un travieso garabato escolar en un pizarrón). Esos dibujos bailaron con movimiento anárquico entre un público que miraba algo perplejo mientras se transportaba mecánicamente por los subtes. Dibujos que duraban horas, días o semanas, hasta que el panel era ocupado por publicidad o alguien borraba las líneas de tiza, pero esas performances de Haring duraron un lustro, a pesar de ser detenido, esposado y llevado a comisarías decenas de veces. Su línea sinuosa se estiró hasta imponerse desde el under y fue circulando por otros espacios, desde la pintura mural a la decoración de objetos (vasijas, platos, esculturas), pasando por decorados teatrales hasta hacerse literalmente cuerpo: Grace Jones hacía performances pintada por Haring, en una suerte de body painting extrañamente sexual. Hasta el propio Haring pintó su cuerpo desnudo con su dúctil línea de trazo grueso. Porque el dibujo de Haring era la forma de transformar la identidad del cuerpo desde un delirio visual de la diversidad elástica.

Queer-Pop-Eye

El primer ojo del arte pop revolvía en el arsenal de las imágenes de la cultura masiva (el comic, el cine, la publicidad, la prensa, etc.) con objetivos diversos, pero mayormente tratando de extrañar la mercancía, devolviéndola ajena a sí misma. En los ‘80, Haring fue más allá, expandiendo de manera queer esos parámetros de las imágenes pop. Como artista gay fuera de todo closet en la era post Stonewall, Haring fue pionero en basar muchas de sus obras en los iconos e insignias instalados por el movimiento Glttbi. Es decir, usó el magma de signos de la embrionaria identidad gay, desde el triángulo rosa hasta la pornografía, como germen visual de muchas creaciones. Ya no sólo se trataba de sacarle a la cultura hetero un objeto para volverlo homoerótico, sino que la apropiación de imágenes también implicaba a la cultura Glttbi: ahora los signos de la cultura gay salían del closet minoritario para transformarse en materia artística universal. Haring fue una pieza clave de la construcción de una visibilidad queer más amplia, participando creativamente en las Marchas del Orgullo, y más tarde en las campañas contra el sida. La representación de una sexualidad festiva, de figuras en orgías multitudinarias, caricaturales y grotescas, a través de sus obras, se transformó con el tiempo en un icono más de la cultura Glttbi y todavía tiene una gran elocuencia gráfica para expresar la idea libertaria y comunitaria de la diversidad sexual. Complementario al fetichismo dramático de las fotos que Robert Mapplethorpe hacía por aquellos años, los monigotes alegres de las pinturas, dibujos y esculturas de Haring siempre fueron mutantes diversos, figuras que algunas veces eran inocentes, otras veces muy sexuadas y fálicas, pero también las había andróginas, lúdicas, bestiales, infantiles, etc. Y todas ellas podían convivir en la misma obra, mezcladas, como participando de una viñeta carnavalesca de intercambio de fluidos y/o felicidad. Muchos de los retratos colectivos de Haring no eran ni más ni menos que marchas del orgullo del cuerpo mutante.

Pinta tu aldea global

A mediados de los ‘80, desde la subterránea Nueva York, Haring se proyectó al mundo. Pintó paredes en distintas ciudades de cada uno de los continentes, su arte callejero no se limitó a EE.UU., sino que se volvió interpelación global. En paralelo a sus viajes, una mala noticia recorría el mundo: el sida era una pandemia, primero enigmática, luego estigma homosexual, después problema de todos y todas. Y Haring vio a muchos de sus amigos morir por esta enfermedad. Aprovechando su situación privilegiada de popularidad planetaria, el arte en tránsito de Haring fue pionero en moverse en la dirección correcta: su obra se puso al servicio del sida con la certeza de que la solución era la información, no el miedo. Así, con la misma vibración vital y festiva, su arte contra el sida combatió la ignorancia y el silencio con la forma novedosa del graffiti global. Sin nunca caer en la oscuridad ni en el desasosiego, a pesar de vivir con el vih en épocas de desesperanza, convirtió a las ciudades en pantallas para un arte que transformaba el panfleto en un género pop solidario. Y Haring también creó una fundación a través de sus obras remodeladas como objetos de consumo a través de su Pop Shop, un negocio sin fines de lucro, que creó campañas para acabar con el sida, ocupándose de zonas de emergencia como Africa antes que nadie. Enfermedades provocadas por ese mismo virus hicieron que Keith Haring muriera en 1990, con unos prematuros 31 años. Fue un artista joven, tal vez el más prolífico para su corta carrera, y dejó un arte joven que, a un siglo de su nacimiento, aún se mueve con su particular vibración, esa que agita la mejor vanguardia cinética, esa que nos sacude para decirnos que el futuro es ahora.

Diego Trerotola
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