sábado, 7 de enero de 2006

Thelma, Louise y otras fugitivas hartas de estar al borde del precipicio


Thelma y Louise de Ridley Scott es una historia de amistad y solidaridad entre mujeres frente a una de las manifestaciones más virulentas del heteropatriarcado: la violencia sexual sobre/hacia las mujeres. Eso nadie lo pone en duda.

Sigue un trayectoria que no inventa, la de la road-movie “bola de nieve”, aunque la pone al servicio de una idea interesante: ¿Pueden esas fugitivas-asesinas demonizadas por los mass-media y el orden social ser dos mujeres que simplemente se han resistido a ser violentadas por el machismo, o a la inversa, podría la vecina de al lado, que sale en los telediarios -y basta repasar la cifra mujeres asesinadas por sus maridos o parejas masculinas en lo que lleva de año, sin ir más lejos, en el estado español-, volverse hacía su agresor (conocido o no) y hacerle degustar a punta de pistola lo que él hace con los privilegios varoniles más arraigados en el código machista?

Ahora bien, “Thelma y Louise” es y ha sido también para muchos espectadores -particularmente para las mujeres lesbianas- una historia de amistad y de amor entre dos mujeres. Una historia de amor a la que el Hollywood comercial/liberal, en el que se inserta como producción cinematográfica, ha despojado de sexualidad. Al menos de la sexualidad tal y como la concibe Hollywood. Ya que besos y abrazos, coaliciones y solidaridades íntimas ya fueron nombradas como formas de resistencia lesbiana al heteropatriarcado por Adrienne Rich en su revolucionario artículo “Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana”.

Cuando, al final, Thelma y Louise se besan en la boca, al modo en el que aparece en los filmes de Hollywood; cuando empieza a haber sexo/sexualidad entre dos mujeres, éstas ya han decidido autoinmolarse, suicidarse, dejando con cara de poker, no sólo al policía-bueno, paternalista, que encarna Harvey Keitel, sino también, seguramente, en secreto, a muchas lesbianas que esperaban que, incluso en un filme comercial, un beso entre dos protagonistas (y dos actrices famosas) no fuera automáticamente seguido de una caída en el abismo, de una negación total de su existencia como sujetos sociales, de una autodestrucción que- no-deja-de-serlo por estandarizada, escamoteada que aparezca en el montaje final del filme.

El gesto final, incluso el beso final, se reduce así a gesto de heroínas, a beso de amigas heterosexuales en una situación límite, no a un beso entre mujeres que se aman, lo expresan y tienen sexualidad entre ellas, no a un beso de lesbianas. El hecho de que un beso en la boca entre dos mujeres en el cine mainstream sólo sea posible al borde del abismo, o del acantilado, del mismismo Gran Canyon, icono, como ellas, las actrices, de la cultura estadounidense y mundial (por extensión y colonización culturales), nos lleva a pensar una vez más, en la negación de la subjetividad de las lesbianas en el imaginario común y mayoritario, a su negación misma como sujetos sexuados y nos lleva a plantearnos, en forma de interrogación, lo que, en forma de afirmación política, dijo Monique Wittig (Las lesbianas no son mujeres) y volviéndonos al público de la sala, que aplaude y come palomitas en el fundido en blanco final, preguntarle ¿Las lesbianas son mujeres? ¿O sólo son un fundido en blanco? Pero aquí más que profundizar en la lectura lésbica del filme, que corresponde hacer a ellas mismas y que hasta ahora, que yo sepa, no se ha querido o podido hacer.

Más que ahondar en el lesbianismo que se filtra por todos los intersicios de Thelma y Louise, me interesa contar cómo, desde mi posición de espectador gay saliendo del armario en la época que me pilló su archipublicitado estreno, en 1992, funcionó también, el filme de Scott, como una posible fantasía de liberación (o al menos de afirmación) gay masculina. No sólo porque Thelma se fije y nombre sobre todo y, repetidas veces, en el culo enfundado en vaqueros de Brad Pitt, todavía actor secundario, sino sobre todo porque su hábil y algo tramposo guión deja puertas abiertas al fantaseo aunque, en realidad, bloquee el discurso liberador en un suicidio/denuncia que sirve de requisitoria contra un modelo sociosexual, pero que acaba destruyendo a los sujetos disidentes, en un acto de autoinmolación que en el blando hollywood comercial se resume con un hábil plano congelado del coche en el aire. No hay sangre. En el imaginario lésbico sí la hay (“Escribe tú en mi cuerpo con tu sangre menstrual: cuéntame algo sobre mi espalda” decían en el “Non Grata” las LSD que aquí, serían, Lesbianas Saliendo Despedidas).

Yo, y algún marica más que yo, hemos fantaseado sobre la posibilidad de que en lugar de dos mujeres hubiera dos maricas hasta el moño montadas en el descapotable (y algo de eso recogió Gregg Araki en su filme “The living end”), hartos de una sociedad homofóbica que nos/los sujeta entre la invisibilidad y la hiperidentidad, dos pasajeros queer. Dos nómadas hartos de ser nombrados y despeñados con violencias explícitas y silencios constitutivos. Imaginemos por ejemplo a un adolescente marica, plumero, español, de Belorado, Torrelavega o Ciudad Real, que vive con sus padres y visita regularmente a un psiquiatra homofóbico, un “profesional” de esos que todavía quedan, y muchos, y que actúan en la más absoluta impunidad. Imaginemos que su mejor amigo (y algo más, tal vez) es un gay casado, maduro y en el armario, amargado de su doble vida y de su performance de pater familias en casa o macho futbolero en los bares. También podrían ser vuestros vecinos, Pedro y Luis.

Esos sobre los que sabe y no sabe todo el vecindario. En el primer giro importante de la imaginada trama El psiquiatra, con consentimiento de la familia del joven, decide internar al problemático adolescente en un sanatorio para que curen su homosexualidad y los “desórdenes de personalidad” que ésta conlleva.

El hombre mayor trata de impedirlo, se presenta en la consulta del médico, en plena sesión, o en el hospital mismo, abriendo puertas, y, en el forcejeo con la autoridad competente, el adolescente (harto de pastillas, regañinas, sesiones, rezos y terapias verbales aversivas) mata al psiquiatra, o a un enfermero que va armado. Ambos huyen del psiquiátrico o de la consulta, salen de la ciudad o del pueblo.

Él uno, acusado de homicidio en primer grado- tal vez con algún atenuante- (como Louise) y el otro del secuestro de un joven, tal vez, incluso, de un menor. Huyen, por supuesto, en el coche de él, coche de padre de familia trabajador, o al menos de hombre casado con dinero. El adolescente tira los discos de Estopa, Sabina, Luis Cobos y Chenoa, por la ventanilla del vehículo y los sustituyen atracando el Corte Inglés de las afueras (“¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”) por otros de Gloria Gaynor, Madonna, Ricky Martin y la banda sonora de “Hedwig and the angry inch”. Son perseguidos ahora por la Policía, la Sanidad y el Corte Inglés. El hombre mayor descubre, en los moteles de carretera donde pasan la noche y hacen el amor ¿por primera vez? que su matrimonio ha sido una farsa, que su mujer (lógicamente) se ve con otro/a, que ha criado a dos o tres adolescentes machistas y homofóbicos que juegan a matar chinos, negros y maricas en la Playstation y que se ha negado a vivir placeres desconocidos.

Ya no puede volverse atrás, ha sentido cómo se reventaba el eje del heteromundo en su interior. El adolescente sabe que después de matar al médico o al enfermero del culo bonito, aunque fuera en una pelea a muerte, después de robar y, sobre todo, de aterrorizar al seco empleado navideño y a las familias heterosexuales con niños de la gran superficie, será encerrado en la cárcel o, más probablemente, psiquiatrizado de por vida. En su camino sin retorno hacia el Norte se topan con los dueños de los bares y locales heterosexuales donde paran a repostar, a beber o descansar, dueños que les recriminan por besarse ante el público o mirar el culo bonito de algún Brad Pitt alternativo de turno y ellos se van sin pagar -a punta de pistola- y asustan a la clientela homofóbica, no sin antes quemar los Monográficos, los Jueves y los TMEOS.

El adolescente recibe una ominosa llamada de sus padres para que cese su carrera desbocada- su iniciada “vida loca”- pero por su tono descubre que el teléfono, también el móvil, está intervenido por las fuerzas del orden. Lo tira por la ventanilla. De todas formas quedaba poca batería. Y con el móvil se deshace del tubo de antidepresivos. Lágrimas maternas y amenazas paternalistas ya no le amedrentan. Algo ha cambiado también, dentro de él, de su eje heterocentrista. Deciden buscar refugio y trabajo en otro país, por ejemplo, Francia, se dirigen hacia la frontera, y después de desembarazarse de un grupo de neonazis lepenianos, lo encuentran en el escalafón más bajo de una empresa de venta ambulante, cerca de París. No están satisfechos, tienen que ir vestidos de heterosexuales con corbata y reír chistes machistas y homófobos con sus compañeros de trabajo.

Ellos acuden el primer día de la mano, se dan un beso al entrar y el jefe los echa a los dos, los echa definitivamente del trabajo, como el chaval fue expulsado del instituto, descubierto un día en los baños en sospechosa situación con otro chaval. Una experiencia de la que se niega a hablar. En lugar de revivir tan doloroso suceso, vuelan los ordenadores de la empresa a balazos. El hombre maduro le confiesa, mientras conduce el coche a toda velocidad, sus aventuras nocturnas en los parques urbanos y servicios de las estaciones, su hartazgo de ocultarse y mentir. Después de negarse a pagar el plus por consumición en un pijísimo bar de ambiente donde les miran raro por su aspecto polvoriento-¿Por qué tenemos que pagar cuatro veces más que los heteros por una cerveza?- van a un parque y descubren a la policía de paisano, marcando paquete, haciendo cruissing, al estilo del “cap” que cazó a George Michael. Se produce un tiroteo y el policía sale malherido. Ellos huyen riendo, cantando al ritmo de “I will survive”.

Todo el ejército francés - o la policía armada que dice haber “disuelto” recientemente los disturbios parisinos- les persigue a lo largo y ancho del país galo y ellos acaban acorralados al borde del precipicio, pero no pueden volverse ahora atrás, “sigamos adelante, no nos dejemos coger”, pisan el acelerador y se tiran al vacío desde un acantilado, muriendo en una cala en la costa de Brest, con beso de despedida y homenaje a Genet, incluidos.

Una sociedad homofóbica ha sido puesta al descubierto y sobradamente denunciada, pero a costa de suspender la narración y la muerte en un congelado final. Fundido en rosa. El coche familiar sólo pierde una rueda y el asiento para los niños en el aire, al final de la película. No hay sangre. Y en la realidad hay mucha, mucha sangre, también marica. La denuncia del modelo social homofóbico y los que lo reproducen/sustentan se ha hecho a costa de no dar soluciones reales a sus protagonistas más allá de los esquemas -hábilmente utilizados por Ridley Scott en su película- de la road-movie-terminal (un camino de trasgresión onírica que, a su modo, ya recorrió Dorita en “El mago de Oz”). En la película de Araki “The living end” (uno de los filmes pioneros del “new queer cinema”) la seropostividad de uno de sus protagonistas añadía ese componente de urgencia, esa necesidad de huida por la carretera de una sociedad enferma por homófoba y sidófoba, pero ellos dos seguían vivos, sudorosos, airados, y en un macarrónico letrero final se dedicaba la película “A todos/as los que han muerto de SIDA porque la Casa Blanca está llena de republicanos jodecerebros”. Aquí se denunciaba un modelo social, económico y sexual que catalogaba entonces y jerarquiza todavía a las víctimas en víctimas de primera o de segunda, y a los asesinos en asesinos de alta o baja intensidad, a la sangre en sangre de primera o de segunda.

Una sociedad que condena a muerte, también, a mujeres, gays y lesbianas, por el mero hecho de serlo ¿Pero sólo es posible la huida hacia delante como plantea Ridley Scott? ¿O el tufillo nihilista del final de Araki en la playa? ¿Sólo es posible el beso en los labios de dos mujeres si estas van a morir, si están al borde de ser borradas de la narración? ¿No queda otra salida que el precipicio para un deseo no regulado, no psiquiatrizado, no normativizado? Mucho más retadoras que la propuesta que nos hizo Ridley Scott en su marketinizada “Thelma y Louise” e incluso que la de Araki me parecen las alianzas y coaliciones que el movimiento feminista, gay y lesbiano ha actualizado, plantando cara, desde posiciones raritas, impropias, no integradas, a ese “eje del mal”, a esa matriz de dominación, que ahora, todas sabemos, es heterosexual: “part of me, part of you”.

© Eduardo Nabal – (EnkiduMagazine.com)

2 comentarios:

Unknown dijo...

Mirá, nunca había caído en la cuenta de que en "Thelma & Louise" había un componente lésbico...Para mi eran simplemnte dos mejores amigas dispuestas a todo...

Muy buena tu "Versión gay masculina". Me hizo acordar a una película Argentina que se llama "Plata Quemada", donde hay una pareja de gays marginales de la ley.

Anónimo dijo...

Para mí Thelma y Louise son dos personajes preciosos, con una necesidad muy grande de vivir emociones olvidadas y que deciden salir en busca de la vida. No me parece que sea importante si son lesbianas o no. Eso es lo que menos importa de la peli.